El pasado late en mi interior
como un segundo corazón.
El mar, John Banville.
En Historia y narratividad, Paul Ricoeur
habla acerca de la concordancia discordante. ¿A qué se refiere con este
concepto? Simplemente a la capacidad de algo o de alguien de ser el mismo
durante el transcurso del tiempo, pero a la vez ir siendo otro. Es decir, hace
referencia a la identidad de algo o de alguien como permanencia y cambio del sí
mismo a los largo de la dimensión temporal. Por eso es que Ricoeur caracteriza
a la identidad dinámica “mediante el conflicto que existe entre la exigencia de
concordancia y el reconocimiento de las discordancias que […] ponen en peligro
su identidad” (Ricoeur, 1999: 219). Desde este punto de vista, puede decirse que
existen momentos puntuales de la vida en los cuales uno sigue siendo el que
era, pero al mismo tiempo deja de serlo. Ahora bien, esta tensión entre la
permanencia y el cambio en el proceso de construcción de una identidad
narrativa puede percibirse con claridad en las novelas de dos escritores
europeos contemporáneos: Zapatos
italianos del sueco Henning Mankell y El
mar del británico John Banville.
Entre
estas novelas se produce un juego de semejanzas y diferencias a partir del cual
se configura la identidad narrativa de los protagonistas. Por empezar, hay que
mencionar que ambas novelas están narradas en primera persona y pretenden
contar una historia de vida particular. Según palabras de Ricoeur, una historia
de vida se convierte en historia contada cuando a la dimensión temporal de la
vida se le proporciona una dimensión lingüística (Ricoeur, 1999: 216). Es decir,
cuando los hechos de una vida son narrados mediante palabras. También aquí es
cuando Ricoeur plantea la existencia de una aporía y se pregunta “cómo podría
el ser humano seguir siendo sumamente parecido si no existiera en él un núcleo
inmutable que eludiese el cambio temporal” y se responde que “la experiencia humana
contradice por completo esta inmutabilidad del núcleo personal” (Ricoeur, 1999:
217). Es entonces en este momento cuando comienza a platearse la existencia de
una concordancia discordante en la cual el ser humano es inmutable y mutable al
mismo tiempo. Se dice que “la designación de una persona mediante el mismo
nombre, desde que nace hasta que muere, parece implicar la existencia de dicho
núcleo inmutable”, pero que simultáneamente “la experiencia del cambio corporal
y mental contradice dicha mismidad” (Ricoeur, 1999: 217). Ahora bien, esos
narradores en primera persona que pretenden contar sus historia de vida en la
novelas de Mankell y de Banville tienen la particularidad semejante de ser
hombres que se encuentran en una edad madura desde la cual rememoran su
pasado. Otra particularidad semejante
entre ellos reside en el hecho de que ambos han sufrido una experiencia que ha
alterado su rutina habitual y que actúa como disparadora para el recuerdo de
los acontecimientos pasados. En el caso de Zapatos
italianos, ese acontecimiento está relacionado con la repentina reaparición
de Harriet, la antigua novia del Frank Welind. Mientras que en El mar, ese suceso tiene que ver con la
muerte inesperada de Anna, la esposa de Max Morden. De esta manera, ambos
personajes protagonistas comienzan a reconstruir sus recuerdos entre la memoria
y el olvido, intentan recordar quiénes fueron a partir de lo que son. Se dan
cuenta de que ese ser presente que son sólo puede haber sido a partir del que
fueron y al mismo tiempo habiendo dejarlo de ser. Así es como la concordancia
discordante de la cual hablaba Ricoeur se hace presente en estos relatos. Por
ejemplo, Max Morden, al recordar el que quizás fuera el primer beso con Chloe
Grace en el cine, se dice después de ese suceso: “Yo era yo y al mismo tiempo
otro, alguien completamente distinto, alguien completamente nuevo” (EM, 125)[1].
Es por eso que, al recordar también su
enamoramiento hacia la señora Grace, se pregunta “en qué momento, de entre
todos los momentos, nuestra vida no cambia completamente, totalmente, hasta el
cambio más trascendental de todos” (EM, 35). De esta manera se da a entender
entonces que el yo nunca permanece idéntico a sí mismo sino que, por el
contrario, está sometido al cambio constante en todos los instantes de la vida.
Así el yo nunca es definitivamente el yo sino que siempre está siendo otro.
Asimismo, en Zapatos italianos,
Harriet, al recordar su tiempo pasado con Frank Welind, le dice:
Hubo un
tiempo en que sabía quién eras. Paseábamos por las calles de Estocolmo. Cuando,
en mis recuerdos, caminamos por allí, siempre es primavera. Apenas si puedo
evocar un día de oscuridad o de lluvia. El
hombre que iba entonces a mi lado no es la misma persona que ahora tengo ante
mí. Aquel hombre podía convertirse en cualquier cosa, salvo en un viejo
solitario que vive en una isla remota. (ZI, 58)[2]
Ahora bien, ¿cuáles fueron los
acontecimientos vitales que determinaron que Frank Welind dejara de ser es
hombre joven y feliz que paseaba junto a su novia por las calles de Estocolmo
para pasar a ser “un viejo solitario que vive en una isla remota”? Esa es la
pregunta que va a intentar ser respondida a lo largo de este escrito, no sólo
en referencia al protagonista de la novela de Mankell sino también al de la de
Banville.
Como se decía anteriormente, esa
concordancia discordante que es el yo se reconfigura a partir del recuerdo de
un tiempo vivido en el pasado. Con respecto a esta idea, en La lectura del tiempo pasado, Paul
Ricoeur señala que la memoria individual se caracteriza por constituir por sí
sola un criterio de identidad personal. Según éste autor, “la memoria es una
extensión en el tiempo de la identidad reflexiva que hace que uno sea igual a sí mismo”[3]
(Ricoeur, 1999: 16). Además también señala que “el vínculo original de la
conciencia con el pasado reside en la memoria […] la memoria es el presente en
el pasado” (Ricoeur, 1999: 16). Entonces, recordar es traer el pasado hacia el
presente, es hacer existir lo que ya no existe, lo que ha existido. En este
sentido, Max Morden, en la novela de Banville, piensa que “uno podría volver a
vivir otra vez toda su existencia sólo con que pudiera esforzarse lo suficiente
en recordar” (EM, 137). De este modo, la memoria es concordancia del sí mismo
en cuanto “garantiza la continuidad temporal de la persona” (Ricoeur, 1999:
16). Así es como esa continuidad entre el pasado y el presente le permite a los
seres humanos remontarse sin solución de continuidad desde la actualidad vivida
ahora hasta los acontecimientos más lejanos de la infancia. Sin dudas, algo de
esto sucede con los protagonistas de las novelas de Mankell y de Banville. En
ambos casos, ellos se remontan hacia el pasado a través de la memoria con el
fin de reconocer su yo presente; los hechos vividos en el pasado son, en cierto
modo, los que determinan su ser actual. En el caso de Max Morden determinan la
existencia de ese viudo triste que emprende un viaje de retorno hacia el lugar
en el cual pasaba los veranos durante su infancia. Mientras que en el de Frank
Welind señalan el ser de ese viejo solitario que vive recluido en una isla
remota.
Sin embargo, “uno no recuerda sólo,
sino con ayuda de los recuerdos de otro” (Ricoeur, 1999: 17). Así la memoria
no es únicamente individual sino que también se hace colectiva. Este fenómeno
puede verse en los personajes de las dos novelas. Por ejemplo, uno se puede
preguntar por qué Max Morden regresa a Ballyless. Y una de las respuestas
posibles es que lo hace para reconstruir las muertes de Chloe y Myles Grace a
partir del relato de Rose Vavassour, la antigua institutriz de los niños y la
actual administradora de la pensión de los Cedros, la otra testigo presencial
de ese hecho. Las muertes precoces de los hermanos fueron, sin dudas, uno de
los hechos (si no “el hecho”) traumáticos del pasado de Max Morden, uno de esos
hechos que determinaron su ser actual. Es por eso que Max tiene preguntas y
necesita respuestas. Y para eso recurre a Rose. Piensa que ella conoce las
preguntas que quiere formularle, las preguntas que se muere por expresar sin
haber tenido el valor de decirlas (EM, 206). Desea preguntarle si se culpa por
la muerte de los niños o si está convencida de que el hecho de que se ahogaran
juntos fue un accidente u otra cosa (EM, 208). Y si fue otra cosa, ¿qué otra
cosa pudo haber sido? ¿Tal vez un acto final de rebeldía hacia esa institutriz
a la que pretendían humillar constantemente? ¿Una represalia ante las órdenes
que no deseaban obedecer? Sin dudas, esas son preguntas a las cuales ni Max ni
nadie pueden responderse por sí solos.
En Zapatos
italianos sucede algo similar, pues aquí también los personajes buscan a
otros personajes con el fin de encontrar ciertas respuestas con respecto a los
hechos de su pasado. Por ejemplo, Harriet busca a Frank con el fin de que
cumpla una antigua promesa, pero también lo busca (aunque no lo declare
explícitamente) para saber porqué la abandonó tan repentinamente en el pasado,
así también como para revelarle la existencia de una hija en común. De esta
manera, Frank deja de ser el viejo solitario que se recluye en una isla para
pasar a ser el padre de una hija a la cual no conoce. Por otra parte, Frank
también busca a Agnes, la joven nadadora a la cual le amputó el brazo por
equivocación, con el fin de saber si ha podido ser perdonado por su error, un
error que determinó que el médico reconocido pasara ser el viejo solitario.
Así, a lo largo de la historia y de los recuerdos, se pueden notar las
distintas identidades de esa concordancia discordante que es el protagonista de
novela de Mankell, pues así como ahora es el viejo solitario antes también fue
el joven enamorado o el médico reconocido y de la misma manera después será el
padre de una mujer de 35 años.
Por otra parte, los recuerdos que
configuran los relatos de ambos personajes se construyen entre la memoria y el
olvido. Por eso, el pasado nunca es el que realmente fue sino el que se
construye de manera imaginaria a lo largo de los años. Por ejemplo, en El mar, cuando Max recuerda un diálogo
que tuvo con Chloe después de salir del cine el día del beso, se dice (o nos
dice):
Pero esperad, algo no funciona. Este no
puede haber sido el día del beso. Cuando salimos del cine era ya el ocaso,
había llovido, y ahora es media tarde, de ahí ese sol tibio, esa brisa
serpenteante. ¿Y dónde está Myles? Había ido con nosotros al cine, así pues,
¿dónde se había metido, él, que nunca se separaba del lado de su hermana a no
ser para que lo echaran? De verdad, Madame Memoria, retiro todos mis elogios,
si es que quien actúa es la Memoria y no otra musa, más fantasiosa. (EM, 139)
A partir de este fragmento de la
novela de Banville pueden señalarse varios aspectos pertinentes para el
análisis de la relación entre memoria y olvido. En primer lugar, es válido
reconocer que cuando se cuenta un hecho acontecido en la realidad nunca se cuenta el hecho en sí tal cual
sucedió, sino que lo que se cuenta es ese hecho pero desde una perspectiva
personal. Por lo tanto, si resulta ciertamente dificultoso contar un hecho
sucedido en el presente o en un pasado reciente de manera exacta y fiel, aún
más dificultoso debe resultar contar un hecho sucedido en un pasado lejano,
pues allí no sólo influirá la perspectiva personal sino también las erosiones
que el olvido pueda haber provocado en la memoria.
Es por ello que Ricoeur en la
Introducción de La lectura del tiempo
pasado adelanta que su investigación va a desarrollarse entre el polo de la
memoria, en cuanto ente del tiempo, y el del olvido, en cuanto obra del tiempo
destructor (Ricoeur, 1999: 12). Asimismo, Marc Augé en Las formas del olvido reconoce que
es
evidente que nuestra memoria quedaría pronto “saturada” si tuviésemos que
conservar todas las imágenes de nuestra infancia […]. Pero lo interesante es lo
que queda de todo ello […] lo que queda es el producto de una erosión provocada
por el olvido. Los recuerdos son moldeados por el olvido como el mar moldea los
contornos de la orilla. (1998, 27)
En este sentido, es interesante la
asociación que se establece entre el mar como el olvido y la orilla como el
recuerdo. Sin dudas, la metáfora marina utilizada por Augé remite
inmediatamente al título de la obra de Banville. Y es entonces cuando uno se
pregunta por qué la novela del escritor británico se titula precisamente de esa
manera. Tal vez para obtener una respuesta a este interrogante sea útil
recordar la frase final de la novela. Luego de la muerte de Anna, dice Max:
“Una enfermera vino a buscarme. Me di la vuelta y la seguí hacia el interior
del hospital, y fue como si me adentrara en el mar” (EM, 219). ¿Cómo puede ser
interpretada esta frase final? Según Max, el mar era el espacio donde pasaba el
verano junto a su familia pero también es el espacio en el cual desaparecen los
hermanos Grace. En tal sentido, el mar marca el fin de una etapa en la vida del
protagonista, pues el suceso traumático de la muerte de Chloe y Myles señala el
fin de su infancia. De la misma manera, la entrada al hospital después de la
muerte de su esposa también puede señalar el fin de la edad madura y el
adentramiento en la vejez.
Ahora bien, ¿cómo el mar puede
asociarse al olvido según la metáfora de Augé? Si se tiene en cuenta la
interpretación anterior, el mar como cierre de las etapas de la vida del
protagonista inscribe a esos momentos de su historia personal en el pasado, un
pasado que sólo puede ser reconstruido a partir de la memoria, es decir, en las
orillas del recuerdo. Pero también es un pasado erosionado por el mar del
olvido en el mismo instante en que intenta ser recordado. De un modo similar,
el mar, sobre todo el mar helado, también cumple una función importante en la
novela de Mankell, pues es el espacio en el cual Frank Welind pretende
refugiarse después de haber cometido el error que marcó su vida. El mar es el
espacio en el cual pretende olvidar su pasado, pero también es el lugar en el
que pretende ser olvidado por los demás. En tal sentido, es el espacio en el
cual el protagonista pretende cancelar el relato de su vida a partir del
olvido. Pero el olvido no es la cancelación del relato de la vida sino que, por
el contrario, es uno de los factores que junto a la memoria lo configuran. Es
por eso que Augé postula que “el olvido es, en suma, la fuerza viva de la
memoria y el recuerdo es el producto de ésta” (1998, 28).
En segundo lugar, volviendo al
fragmento citado de la novela de Banville, se puede ver como Max se pregunta si
es la Memoria la que actúa en la construcción de los recuerdos o si es alguna
otra cosa más fantasiosa. Desde este punto de vista, también puede ser válido
analizar cómo funcionan los cruces entre memoria e imaginación en el relato de
una historia de vida. Se puede pensar que si existen espacios en blanco en la
memoria que han sido erosionados por el olvido, tal vez esos espacios hayan
sido llenados por la imaginación. Así sería entonces la manera en que Max
Morden, al no recordar con exactitud los sucesos acaecidos en su infancia, se
vería obligado a completarlos con el recurso imperfecto de la imaginación. Así,
con respecto a estos supuestos vínculos que existen entra la memoria y la imaginación,
Ricoeur reconoce que ambas operaciones mentales cumplen una función común, la
de hacer presente algo ausente (Arrecife, 1999: 24). Sin embargo, también
señala que, mientras “la memoria desea y asume la labor […] de ser fiel y
exacta” (es decir, de tener una pretensión veritativa), la imaginación “tiende
a situarse espontáneamente en el ámbito de la ficción, de lo irreal, de lo
virtual o de lo posible” (Ricoeur, 1999: 29-30). No obstante, Ricoeur tampoco
puede dejar de reconocer la poca fiabilidad de la memoria a medida que
transcurre el tiempo y señala que en este punto la teoría de la memoria sufre
la mayor incursión de la teoría de la imaginación (Ricoeur, 1999: 30). Aún
así, sigue insistiendo con la mayor adecuabilidad que la memoria tiene con
respecto a un relato que se pretenda verdadero en oposición a un supuesto
relato ficticio que sea originado a partir de la imaginación.
Es en este punto, finalmente, en el
cual Augé entra en discusión con Ricoeur, en el de la consideración del término
“ficción” (asociado a imaginación). Y es así como cuestiona la idea de Ricoeur
acerca del paso de una mímesis primaria a una secundaria en un proceso de
transformación en el cual el conjunto de las mediaciones simbólicas se plasman
en una configuración narrativa. De esta manera, Augé también cuestiona el
sentido de la ficción como lo opuesto a lo verdadero y se pregunta si la vida
se hace relato a través de la sintaxis simbólica o si la vida ya es un relato
en sí misma. Desde ese punto de vista, las configuraciones narrativas ya no
pueden ser calificadas como verdaderas o falsas según se aproximen más o menos
a lo pretendidamente real sino que simplemente son configuraciones que
pretenden reflejar un aspecto de la realidad. A partir de este hecho entonces,
novelas como las de Mankell o la de Banville, que supuestamente narran
historias de vida originadas a partir de la imaginación de un autor, pueden
tener el mismo estatuto ontológico que novelas tales como La invención de la soledad de Paul Auster o Nada se opone a la noche de Delphine De Vigan, las cuales
supuestamente pretenden narrar hechos recordados por la memoria de sus autores.
Es así como nos terminamos preguntando entonces dónde se dibuja el límite entre
la memoria y la imaginación, entre la realidad y la ficción.
Bibliografía
AUGÉ, Marc (1998). Las formas del olvido. Gedisa,
Barcelona.
BANVILLE, John (2006). El mar. Anagrama, Barcelona.
MANKELL, Henning (2014). Zapatos
italianos. Tusquets, Buenos Aires.
RICOUER, Paul (1999). La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido. Arrecife, Madrid.
RICOEUR, Paul (1999). Historia y narratividad. Paidós, Barcelona.
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