Existe
una experiencia común entre los protagonistas de la novela La casa y el viento y el cuento “Los árboles”, ambos de Héctor
Tizón. Los dos viven la experiencia del exilio. En el comienzo de la novela,
por ejemplo, el narrador aclara que se ha negado a dormir entre violentos y
asesinos. Por eso huyó de su lugar, su casa, se arroja hacia el viento. Dice:
Cuando
decidí partir, dejar lo que amaba y era mío, sabía que no era para siempre, que
no iba a ser una simple ausencia sino un acto irreparable, penoso y
vergonzante, como una fuga. En realidad todas mis partidas fueron fugas. Creo
que es la única forma de irse (2013a: 13)
Del
mismo modo, el protagonista de “Los árboles”, al llegar a otra tierra distinta
a la suya, mira los árboles de una nueva geografía, mira esas coníferas
enhiestas de siempre cuidada y verde geometría. Los mira y los compara con los
árboles de su lugar de origen, esos
árboles de troncos rotundos y torturados; de ramas, arcos y brazos caprichosos
o gratuitos; de frondosas copas, anidados. Esos son los árboles de su infancia
y su juventud. Son árboles cuyas formas esperan recibir el peso de los cielos,
su agua torrencial, como si sus ramas fueran los brazos de alguien en larga
espera. No son como esos nuevos árboles de la geografía desconocida a la que
arriba, árboles con formas para sacudirse o eludir el peso de los cielos. Estos
nuevos árboles son diferentes a los de su tierra originaria (2013b: 351). Es
así como el viajero comprende que ya no está en su lugar sino que está en otro
paisaje, en otro territorio. Al igual que el protagonista del La casa y el viento es un exiliado.
En este sentido, Edward Said, en Reflexiones sobre el exilio, define al
exilio como “una grieta imposible de cicatrizar impuesta entre un ser humano y
su lugar natal, entre el yo y su verdadero hogar” (2005: 179). Said también dice que es “un estado
discontinuo del ser”, pues “los exiliados están apartados de sus raíces, su
tierra, su pasado” (2005: 184). El pathos
del esta experiencia reside por lo tanto en la imposibilidad de regresar al
territorio de origen, en la pérdida del pasado. Ésta es pues la experiencia que
sufren tanto el narrador de La casa y el
viento como el protagonista de “Los árboles”, es la experiencia de la
pérdida del hogar, de la casa. Así entonces la casa es otro elemento en común
que aparece en ambos relatos. El narrador de la novela recuerda, por ejemplo,
que su casa había sido edificada como quien planea su propia grandeza. Recuerda
que va a dejar ese lugar, el lugar de sus perros, del secreto susurro de las
hojas del parral, el del trabajo frente a un fuego alimentado por esa leña
cortada para muchos años y que no vería arder (2013a: 20). Este último dato resalta
sobre todo el modo abrupto en el cual el personaje tuvo que abandonar la casa.
Los acontecimientos se precipitaron. Tuvo que huir. Del mismo modo, el
protagonista del cuento recuerda que él siempre había querido construir una
casa y tener hijos. Esa casa sería el hogar definitivo contra cuyos muros
ninguna de las tormentas del mundo prevalecería (2013a: 364). La casa sería un
refugio contra la intemperie. Esta última, en ambos relatos, es el espacio del
viento, del frío, es el afuera de la casa. Ese es otro elemento en común entre
ambos relatos. Estar en el exilio significa estar fuera de la casa, a la
intemperie, a merced del viento.
En la novela de Tizón, el viento suele
estar asociado al frío y al miedo. Así, en uno de los momentos de su viaje, el
narrador cuenta:
El
aire acumulado en el desfiladero que habíamos dejado atrás acababa de nacer y
convertido en viento, iba a asolar el
páramo […] Era el atardecer, pronto sería la noche, y tal vez el viento, la nieve, la muerte comprobé en
ese momento también que en este mundo, elegido como un tránsito, tampoco tenía
cabida (2013a: 120-121).
Asimismo
en otra parte de su relato menciona que “los asesinos, los locos, la sal, el viento
se habían apropiado de todo” (2013a: 120-121). En esta situación, la de los
violentos y los asesinos, el narrador se ve obligado a abandonar su casa, su
país, y se arroja hacia el viento, la intemperie, el exilio. Existe un adentro
y un afuera, un interior y un exterior. El primero es el espacio del refugio,
mientras que el segundo es el del exilio. De este modo, entonces, el narrador
comienza a recorrer el camino del viento que no es ni más ni menos que el
camino del exilio.
Sin embargo, la connotación que tiene el
viento en la novela de Tizón no es totalmente negativa sino que es más bien
ambigua. El hecho de ser arrojado al viento es el que le permite al narrador
conocer verdaderamente a la gente de su lugar, de su tierra, le da la
oportunidad de cargar su corazón de imágenes para no contar ya su vida en años
sino en montañas, en gestos, en infinitos rostros; nunca en cifras sino en
ternuras, en furores, en penas y alegrías. “La áspera historia de mi pueblo”,
dice el narrador (2013a: 13). En el camino del viento, del exilio, él tiene la
oportunidad de conocer distintas casas, distintos refugios, tiene la
oportunidad de vislumbrar otro país detrás del país que conoce. Si su casa es
el espacio de la memoria que le permite recordar su patria, su lugar de origen,
el viento es el espacio en el cual las otras voces de la memoria ingresan en su
ser, es un modo de recordar otra patria más profunda que la que él mismo
conoce.
En las otras casas en las que se refugia a
lo largo del camino del viento, tiene la posibilidad de calentar su cuerpo con
otros fuegos. El fuego lo protege del frío, del viento, del exterior, de la
intemperie, del exilio.
El
frío, la helazón detiene esta vida tal como es: inerte y rígida, atroz; como un
bulto que impide la libre ambigüedad de la memoria. Pero no el fuego. Todo lo
que ha pasado por el fuego se convierte en incorpóreo y sigue viviendo (2013a:
125)
Según
Zenobia, una de las personas que aloja al narrador durante su viaje, “sólo el
frío mata. Sólo está muerto lo que está rígido, helado. No mata el fuego, sino
el frío” (2013a: 113). El viento entonces es lo que puede matar, lo que puede
enfriar los cuerpos, congelarlos, enrigidecerlos. Pero ambiguamente también es
lo que incita al narrador a habitar en otras casas, en otras memorias, lo
incita a escuchar las voces de su pueblo, de la gente de la tierra.
La casa, el viento, el fuego, el refugio,
la patria, el exilio, la memoria y el olvido son conceptos que constantemente se
entrecruzan e interpelan en la novela de Tizón. Con respecto a los últimos dos
conceptos, los de la memoria y el olvido, según Paul Ricoeur en La lectura del tiempo pasado: memoria y
olvido, la primera es un “ente
del tiempo”, un ente que se desarrolla a lo largo del tiempo, en tanto que el
segundo es “obra del tiempo destructor” (1991: 13). De manera similar, Marc
Augé en Las formas del olvido, señala
que “lo que queda (en la memoria) es el producto de una erosión provocada por
el olvido. Los recuerdos son moldeados por el olvido como el mar
moldea los contornos de la orilla” (1998: 27). En ese sentido, entonces, ¿el
viento de la novela de Tizón no es equiparable acaso al mar que menciona Augé?
¿No puede ser el viento tal vez un agente que erosiona los contornos de la
tierra, de la montaña, de la casa? ¿No es el exilio erosionando la memoria? Es
otra interpretación posible, el olvido erosiona la memoria de la misma manera
que el viento lo hace con la roca, lentamente, con paciencia, como si tuviera
toda una eternidad por delante. En “La caza”, otro de los cuentos de Héctor
Tizón, piensa que el viento castiga a la tierra porque ella se da a todos;
porque consiente que cualquiera, aun sin amarla, la hienda o la desgarre. “Por
eso el viento ciego y furiosos sopla y a corroe hasta dejarla infértil, en
puras piedras y arena” (2013b: 332).
Del mismo modo que “Los árboles” es un
relato que habla acerca del exilio tal
como lo hace La casa y el viento, es
uno en el que la memoria y el olvido también aparecen, se entrecruzan e
interpelan al lector. En él, ya habíamos visto de qué manera la casa, al igual
que en la novela, era una suerte de refugio en la tierra de origen, era el
lugar en el mundo que el protagonista tenía, en el cual vivía. En “Los
árboles”, sin embargo, aparece otra casa, la casa que el protagonista tiene que
habitar en el exilio. En ésta, las cosas le son ajenas, distintas e
indiferentes. Es una casa fría y extraterritorial. Atrás ha quedado el paisaje propio,
una nueva vida gris y ajena le pertenece, para siempre, es su holocausto
personal (2013b: 352). Desde el exilio ya no hay posibilidad de regreso a la
tierra de origen, a la casa propia. Con respecto a ella, el protagonista se
pregunta si “el hogar, la casa, es verdaderamente sólo el sitio que un hombre
deja atrás” (2013b: 355). En ese sentido, el narrador de La casa y el viento parece tener una respuesta para esta pregunta
cuándo piensa que “la historia de un hombre es un largo rodeo alrededor de su casa”
(2013a: 145), un hombre que siempre lleva su casa a cuestas siempre piensa en
regresar a ella, nunca la deja atrás aunque al regresar ni él ni el lugar sean
los mismos que cuando se fue.
Pues bien, como se decía anteriormente, la
casa es el espacio de la memoria. En este sentido, por lo tanto, el
protagonista del cuento de Tizón, en la nueva casa, en el exilio, está fuera de
su espacio de la memoria. Memoria y olvido, entonces, son otras de las dos
variables que tienen en común estos relatos, tanto el cuento como la novela.
Así es como, en “Los árboles”, el protagonista recuerda:
Lo
había perdido casi todo, allá; y luego había logrado perder lo demás. […] y aún
era él, con su memoria, con sus
recuerdos, ahora por momentos más vivos quizá, ya que los recuerdos sólo se
consumen viviendo, y él se obstinaba en esconderlos, taparlos. Vivir es olvidar.
Sonrió; toda su vida había pensado lo contrario (2013b: 355)
Desde
este punto de vista, es interesante el contrapunto que existe entre la actitud
de este personaje y el de otro de los cuentos de Tizón. En “Historia olvidada”,
el hombre gordo, el personaje al cual se hace referencia, le dice a Remberto,
su acompañante, que “quien no recuerda está muerto; vivir es recordar” (2013b: 251). Entonces, ¿vivir es olvidar o
vivir es recordar? Sin duda, según lo que piensa el hombre gordo, el pintor
exiliado de “Los árboles” es un hombre que está muerto, que no tiene vida, que
no recuerda, un hombre que no tiene memoria. E incluso, el mismo protagonista
de este segundo cuento aclara al final de su reflexión que “toda su vida había
pensado lo contrario”, es decir, toda su vida había pensado que vivir es
recordar.
¿Qué le pasó entonces que cambió de
actitud? ¿Cuál fue o es el hecho traumático o doloroso que lo mueve a olvidar
su pasado? Aparte del exilio, también puede pensarse en la muerte de un ser
querido. En este sentido, a lo largo del relato se hacen algunas referencias a
la muerte de un hijo. Se habla de “un hijo tempranamente fusilado” (2013b:
352), Se dice que “ya no tenía hijo, ni estaba ya en su casa como el lugar
firme, soleado y libre” (2013b: 365). Con respecto a esta última frase, no hay
que olvidar que, en el proyecto de vida del protagonista, la posesión de una
casa propia y la existencia de un hijo estaban íntimamente ligadas a la idea de
la felicidad. En el exilio ya no tiene ni la una ni al otro. El exilio es el
espacio de la pérdida y de la soledad. Por lo tanto, también debe ser el del
olvido. Así intenta imponérselo a sí mismo el pintor. Sin embargo, en la nueva
casa que habita, esa casa fría y extraterritorial ubicada en una tierra de
árboles extraños, no deja de estar presente la imagen de este hijo tempranamente
perdido en un retrato que preside su estancia en el lugar. A pesar de sus
esfuerzos por olvidar, el hijo no ha muerto, vive en su memoria.
Ahora bien, ¿cómo intenta comenzar a vivir
en el olvido el protagonista de este cuento? Lo hace a través de la visión del
fuego. Recordemos que en La casa y el
viento el fuego estaba asociado al refugio, a la memoria. Era lo que
protegía del frío, lo que no mataba sino lo que brindaba la posibilidad de la
vida. Era el espacio alrededor del cual circulaban las historias, en donde se
mantenía viva la memoria de la gente de la tierra. Sin embargo, en “Los
árboles” sucede algo distinto. Aquí, al pensar en su hijo, el pintor contempla
el fuego y a través de las llamas ve su vida. Recuerda y piensa en “el fuego que
en definitiva se alimenta de la tierra, estalla, nace y crece a costa de lo
muerto; que se alimenta de la muerte” (2013b: 353). En la soledad, el fuego no
está asociado a la vida sino a la muerte. Por lo tanto, tampoco merece
asociarse a la memoria sino, por el contrario, al olvido. Tal vez por esto, el
pintor se diga a sí mismo que todo, incluso él mismo, no merezcan “otro
epitafio que el olvido, la lejanía sin regreso y el silencio” (2013b: 353).
Otro de los fragmentos del mismo cuento en el cual el fuego está asociado a la
muerte es aquel en el cual el protagonista, en el pasado, teme la llegada de
los soldados a su casa. En el exilio, luego de echar algunas de sus pinturas al
fuego, recuerda otra imagen semejante,
la
de aquella tarde, frente a la hoguera en el patio de su antigua casa ya
desierta. De un momento a otro llegarían en busca de libros, discos o papeles;
pero los suyos ya habían comenzado a arder. Él con un palo recomponía el fuego
para que ardiera mejor y de pronto una chispa le quemó la mano; instintivamente
se llevó la mano a la boca y sintió que olía a muerte
(2013b: 358)
Echar
las cosas al fuego es entonces hacerlas morir, es borrar la memoria del pasado,
es vivir en el olvido. Fuego, olvido y muerte parecen estar íntimamente
asociados.
Sin embargo, hacia el final del mismo
relato, el sentido simbólico del fuego parece cambiar y querer coincidir con el
que tiene en La casa y el viento, el
fuego como protección, como posibilidad de la memoria. Hacia el final del
cuento, el protagonista comienza a recuperar cierto gusto por la vida a partir
de su relación con Elke, una joven que iba algunos días a ordenar la casa como
un favor hacia su propietario, el Doktor
amigo del pintor. Es a partir de este cambio de actitud que tiene la
posibilidad de mirar de otra manera un árbol que estaba junto a una de las
ventanas de la casa, una ventana que siempre había permanecido cerrada como
todas las otras. Por primera vez, el protagonista del cuento la abre y ve que
allí
estaba el árbol, el mismo que esa noche había pintado en el centro de una tela;
tan distinto, no un árbol como aquellos, los de toda su vida, de troncos
torturados, caprichosos, de turbulenta copa al viento; sino un árbol que se
elevaba balbuceante, como si rezara, o, mejor, como si cantara. Un árbol nuevo
y semejante a algún otro árbol perdido de su infancia; que sin embargo estuvo
allí, junto a la casa, no lejos de los otros que se agrupaban hacia los fondos
en el bosquecillo junto al reguero del agua, y de los demás que flanqueaban el
camino hacia los acantilados, pero que él nunca hasta entonces había visto
(2013b: 370).
El
pintor entonces contempla este nuevo árbol y lo hace suyo, abre las ventanas y
sale de su ensimismamiento, y así como se apropia de este nuevo árbol también
se apropia de la casa en la que habita. La casa que antes era fría y
extraterritorial ahora es abierta y asoleada. El retrato que había sido
olvidado, ahora también es vuelto a recordar, la vida que era olvido ahora es
memoria. Y al volver a recordar, al volver a vivir, el pintor enciende “un buen
fuego en la chimenea” (2013b: 371). El fuego, otra vez entonces, deja de estar
asociado al olvido y a la muerte y vuelve a estarlo a la protección, la vida y
la memoria. Así, al descubrir la forma de estos nuevos árboles de una tierra
extraña distinta a la del origen, a la de la propia tierra, a la de su casa, el
pintor recién puede comenzar a habitar en una nueva casa, la casa de su nueva
tierra. De esta manera, el exiliado deja de ser un hombre que habita apartado
de sus raíces, de su tierra y de su pasado y se transforma en un hombre que la
conserva en su memoria, viva y palpitante.
Bibliografía
AUGÉ,
Marc (1998). Las formas del olvido.
Gedisa, Barcelona.
RICOEUR,
Paul (1999). La lectura del tiempo
pasado: memoria y olvido. Arrecife, Madrid.
SAID,
Edward (2005). Reflexiones sobre el
exilio. Random House Mondadori, Barcelona.
TIZÓN,
Héctor (2013a). La casa y el viento.
Alfaguara, Buenos Aires.
TIZÓN,
Héctor (2013b). Cuentos completos.
Alfaguara, Buenos Aires.