sábado, 9 de mayo de 2015

Dios es inocente

Antes que nada es necesario aclarar que el siguiente texto no supone necesariamente las creencias o la manera de pensar de quien lo escribe sino que es nada más ni nada menos que la interpretación de una obra literaria. Aclarado este punto podemos iniciar el análisis pertinente. Uno nunca puede terminar de ser consciente acerca de las posibles consecuencias de lo que escribe, así que siempre vale la pena aclarar.



     En un artículo titulado “El factor Dios” y publicado por el diario El país de España el 18 de septiembre de 2001, justo en la semana inmediata posterior al atentado terrorista a las Torres Gemelas, José Saramago reconoce que “Dios es inocente” de todas aquellas posible catástrofes que se le hayan imputado o se le puedan llegar a imputar. Entre esas, por supuesto, se encuentra el atentado anteriormente mencionado. Desde este punto de vista, uno puede llegar a pensar que no es Dios quien ha creado al hombre sino el hombre quien ha creado a Dios. Sin Dios, el hombre debe hacerse responsable de cada uno de sus actos ya que no tiene quien lo justifique en la concreción de los mismos. Se puede decir entonces que el hombre “crea” a Dios para poder justificar cada uno de sus posibles actos, hasta los más abyectos y perversos. Por eso, Saramago señala que desde el principio de los tiempos las religiones “nunca han servido para aproximar y congraciar a los hombres” sino que por el contrario, “han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana”.
     En este sentido, el pensamiento del escritor portugués puede inscribirse y responde a la tradición humanista volteriana. Recordemos que en el Cándido de Voltaire, el Profesor Pangloss, uno de los personajes de la novela, plantea bajo el influjo de la filosofía de Leibniz que Dios ha creado “el mejor de los mundos posibles”. Sin embargo, Cándido, el protagonista, se transforma a cada momento en el testigo de un mundo en el cual las catástrofes tanto naturales como humanas ocurren constantemente. Las guerras, las torturas, las muertes y demás violencias físicas son cosas de todos los días. Es entonces cuando el inocente Cándido comienza a preguntarse acerca de la verosimilitud de las enseñanzas de su maestro, comienza a preguntarse por qué Dios no protege al hombre de los males que lo asolan, por qué permite la destrucción de los unos por los otros. Y siempre teniendo en cuenta Su Sagrado Nombre. Y concluye pensando que si Dios es bueno, no puede haber creado semejante mundo. Por lo tanto, desde este punto de vista, puede inferirse, tal como lo hace Saramago en su artículo, que Dios “no existe, no ha existido, ni existirá nunca”. Lo que realmente existe es el factor Dios, una construcción mental que sólo se encuentra en el cerebro de los hombres, una idea que ha sido creada por la imaginación de los seres humanos. Dios, entonces, existe tan sólo como una creación humana. Dios ha sido creado por el hombre. El hombre ha creado el factor Dios para justificar cada una de sus acciones. Es el factor Dios, por ejemplo, el que se transformó en el Dios islámico que lanzó contra las Torres Gemelas “los aviones de la revuelta contra los desprecios y la venganza contra las humillaciones". Tal como también fue el factor Dios el que permitió la existencia de la Inquisición, una organización tan terrorista como la de los talibanes islámicos que se arrogó el derecho de interpretar literal y perversamente la palabra de los textos sagrados y actuar en consecuencia, actuar provocando el sufrimiento y la muerte de una cantidad inconmensurable de personas a lo largo de los numerosos años de la historia humana.  
     

viernes, 1 de mayo de 2015

El desierto crece (segunda parte)

II
     En una cena en Los infernales de Güemes, mi novia me sigue contando lo que sucedió con el viudo de Myriam Stefford luego de la muerte de la aviadora. Me cuenta que unos años después se casó con otra mujer. Esta mujer no era ni más ni menos que Clotilde Sabatini, la hija de quien fuera el gobernador de Córdoba, Don Amadeo Sabatini. Esta segunda historia vivida por el hombre en cuestión no es menos trágica que la anterior, es más, tal vez sea más trágica aún. Es una historia en la cual el amor y el odio se conjugan de manera irremediable. Me cuenta mi novia que el viudo de Myriam Stefford le terminó arrojando ácido en la cara a su segunda mujer. Cuando me cuenta esta historia tengo el presentimiento de haberla escuchado antes, de tenerla guardada en alguno de los pliegues de mi memoria. Cuando le pregunto de dónde conoce esa historia, ella me dice que se la contó su abuelo, el mismo hombre que la llevó a visitar en su infancia el famoso monumento anteriormente mencionado, el mismo que tomaba mates sentado en la pirca que rodeaba a la construcción mientras sus nietas correteaban y jugaban alegremente. Tengo un nuevo presentimiento, presiento que ese hombre debe haber sido un sabio, uno de esos antiguos narradores de historias que ya no quedan, uno de los encargados de conservar los mitos de la comunidad, uno de los caminantes del desierto de lo conocido. Lo desconocido es una abstracción. Lo conocido, un desierto. Pero lo conocido a medias, lo apenas vislumbrado, es el lugar perfecto para hacer ondular el deseo y la alucinación. La historia contada por un abuelo a su nieta que a su vez se la cuenta a su novio mientras cena se inscribe dentro de lo apenas vislumbrado, es un acicate de la curiosidad por descubrir el desierto de una tragedia cierta. El desierto es la nada misma, el desierto lo es todo, el desierto es muchas cosas al mismo tiempo.

     Por lo que se sabe, el viudo de Myriam Stefford incursionó desde joven en la política junto al líder radical Hipólito Yrigoyen, lo cual era inusual en un hombre de clase acomodada como lo era él. Uno hubiera pensado que un hombre así hubiera tenido que estar con los entonces conservadores. Sin embargo, hay que admitir que este no era un hombre común y corriente, no era un hombre como todos, era distinto, tenía una marca que tal vez lo estigmatizaba de una manera u otra. Era el Caín de esta historia. Sin embargo, cuando José Félix Uriburu derrocó al Yrigoyen en 1930, el entonces marido de Myriam Stefford estuvo del lado del militar insurrecto, apoyó su supuesta revolución, apoyó el primer golpe de estado de la historia argentina. Pues bien, a pesar de esto, su militancia en el radicalismo quizás haya sido el espacio que le permitió conocer a su segunda esposa, la hija del reconocido gobernador cordobés. De la misma manera en que antes había apoyado el golpe de Uriburu, poco después comenzó a combatir el régimen de la Década Infame. La publicación de un artículo en un periódico opositor provocó su persecución por parte del gobierno y determinó su exilio en Uruguay, pero allí tampoco estuvo tranquilo ni pudo actuar libremente. La persecución política se extendió, el desierto lo persiguió y lo alcanzó. Su adhesión a una huelga de protesta contra el gobierno argentino, el uruguayo y el brasileño lo llevó a la cárcel en el otro lado del Río de la Plata. La maleza lo envolvió. Lo envolvería más aún a lo largo de su vida. La mala semilla se estaba originando.
     En 1933, cuando murió Yrigoyen, alquiló un tren al que vistió de luto y transportó desde Córdoba a los militantes radicales que querían participar del cortejo fúnebre del gran líder fallecido. Con gran dificultad había sido absuelto de las acusaciones que pesaban sobre él y había vuelto al seno del radicalismo. Fue poco después de su liberación que conoció a Clotilde Sabattini, quien finalmente sería su segunda esposa. En ese momento, ella tenía tan solo 17 años y era 20 años menor que él. En 1935 se casaron de manera secreta. Este hecho inesperado marcó la ruptura de la amistad del marido de Clotilde con Don Amadeo Sabattini, su padre. Durante el comienzo de la década del 40 vivieron exiliados en Montevideo a causa de la persecución que sufrían por parte del entonces gobierno conservador. Tuvieron tres hijos. A fines de esa década, regresaron al país, pero la relación entre el matrimonio ya no era buena. Las desavenencias y los altercados entre ambos provocaron incluso que Alberto Sabattini, el hermano de Clotilde, se batiera a duelo con el ex amigo de su padre. En ese enfrentamiento, los dos duelistas resultaron heridos de bala. Al pensar en este hecho, uno imagina que un duelista no es ni más ni menos que un hombre que está dispuesto a dar su vida por un motivo que para los otros tal vez sea nimio pero que para él es de la más suma importancia. En esos casos, no sólo está en juego el honor propio sino también el de toda una familia. La tradición del duelo a muerte entre dos combatientes se remonta a la más lejana antigüedad. Desde el principio de los tiempos, los hombres se enfrentaron por causas que según ellos dañaban tanto su buen nombre como el de su familia, tanto su reputación como la de los suyos. Como puede verse en esta historia, la tradición del duelo se extendió hasta bien entrado el siglo XX. En la novela Dos hermanos de Milton Hatoum se cuenta como Halim, el patriarca de la familia que protagoniza la historia, se bate a duelo en la plaza pública de Manaos contra un hombre que se ha atrevido a difamarlo diciendo que andaba en grandes romances con las indias, con sus empleadas y con las demás mujeres del vecindario. Se cuenta como el difamador decía incluso que Halim “bendecía” a muchos chicos de la zona. Por supuesto, el honor del hombre estaba dañado y debía, de alguna forma, ser reparado. Uno piensa entonces que, en cierta medida, un duelo es el juicio que Dios establece entre los hombres a partir de un combate a muerte. Dios siempre le da la razón al que sobrevive o al que sale victorioso. Un duelo puede incluso extenderse durante toda una vida. En la novela El duelo, por ejemplo, Joseph Conrad narra la historia de dos soldados del ejército de Napoleón que se baten a duelo en diversas ocasiones desde su juventud hasta su vejez. Un duelo puede ser definido entonces como un combate en el cual dos hombres se enfrentan con el fin de reparar los daños causados a su reputación y a su honor, como así también a los de su familia. Así es como uno se pregunta cuál habrá sido el motivo que llevo a Alberto Sabattini a retar a duelo al marido de su mujer, cómo habrá sido dañado el honor de su familia, cuál habría sido el mal que el hombre le habría causado a su hermana. Lo desconocido nuevamente se hace abstracción. Sólo nos resta vislumbrar el desierto de lo conocido, un desierto que nace entre el deseo y la alucinación, en ese difuso límite entre lo que se quiere saber y lo que se imagina, un desierto que nace a partir de lo que permanece oculto a la memoria de los hechos, que permanece en el terreno de lo inmemorial inolvidable, en el terreno de aquello que debiendo ser recordado sin embargo es olvidado.

     En 1953 el matrimonio se quebró definitivamente. Esta situación se extendió hasta el 16 de agosto de 1964, con continuas idas y vueltas. Desde casi el principio de la relación la pareja había vivido entre constantes separaciones y reconciliaciones. Ese día parecía ser el día final, el día en que se concretaría finalmente una separación para siempre. Ese día Clotilde fue citada por su marido junto a sus abogados en un departamento en el centro de la ciudad de Buenos Aires con el fin de ultimar los detalles de un divorcio que llevaba años de intermitencias e interrupciones. Se cuenta que al finalizar la reunión, cuando Clotilde se estaba levantando del sillón en el que había estado sentada, el hombre tomó un vaso en el que aparentemente había agua (aunque algunos dicen que parecía whisky) y se lo arrojó a la cara. Era ácido. Hay muchas versiones acerca de que tipo de ácido podría haber sido. Algunos dicen que era ácido sulfúrico, otros que era clorhídrico, yo imagino que era vitriolo. En un principio, la cara de Clotilde permaneció rosada y simétrica, pero a medida que pasaban los segundos se fue desintegrando. El rostro de la mujer se fue transformando en un desierto, en un páramo desolado, en un territorio arrasado por la lava volcánica, en un espacio donde ninguna semilla volvería a germinar jamás. La mala semilla se había implantado en su ser y la había transformado en una mujer que había perdido su rostro. Era un desierto que había nacido de una mala semilla, la semilla que conjuga el amor y el odio en un mismo sentimiento. Un divorcio es un hecho impensable cuando existe amor, es el recurso más fácil cuando hay odio, pero es una tragedia cuando los dos sentimientos conviven al mismo tiempo. El ácido había sido arrojado de abajo hacia arriba. Clotilde se había puesto de pie con sus abogados, convencida de que la reunión con su marido había finalizado. Todavía se encontraba con cierto temor, pero tenía la esperanza de haber resuelto definitivamente el problema de una interminable separación. Su ahora ex marido había permanecido sentado y sonriente mientras se servía de una jarra un líquido que parecía agua. Sorpresivamente, sin mediar ninguna palabra ni ningún gesto, le había arrojado el líquido a la cara de la mujer. El daño había sido hecho. Cuando los abogados de Clotilde notaron el tenor de la agresión, la subieron en uno de los autos de ellos y la llevaron presurosamente al hospital. Mientras el vehículo intentaba circular con cierta velocidad, el ritmo de la ciudad continuaba con su parsimoniosa rutina, sin percatarse de que adentro del auto una tragedia de años estaba causando sus efectos. Al mismo tiempo, el agresor de Clotilde ingresaba a su habitación en el departamento, se vestía con una robe de chambre ostentosa, se servía un vaso de whisky, tomaba unos tragos y se disparaba en la sien con un 38 largo. Era el fin.


      A pesar de las cirugías reconstructivas, el rostro nunca volvió a ser el mismo, la mujer nunca volvió a ser igual, otra vida comenzó para ella. Sobrevivió muchos años a la agresión que terminó marcando definitivamente su vida hasta que finalmente se suicidó arrojándose por la ventana del mismo departamento en el cual había sido atacada, del mismo departamento en el cual se había suicidado el hombre que había desintegrado su cara. Uno de los hijos de ambos, que tuvo la desgracia de ser testigo del final de la tragedia, escribió esta historia en una novela titulada El desierto y la semilla. Muchos años después, en 2001, tres años luego de que la novela fuera publicada por un autor que había costeado su propia edición, el hijo también se suicidó tirándose, al igual que su madre, desde el balcón de un edificio en la ciudad de Córdoba. Su hermana también se había suicidado años antes. En la solapa de su novela, había escrito como si fuera un presagio: “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entró a una habitación que está a más de tres pisos”. El desierto avanza, nunca se detiene. La maleza, también avanza, tampoco se detiene. El desierto es la maleza. La maleza es el desierto. La naturaleza se ríe de las vanas pretensiones de los hombres. Sólo lo salvaje es eterno, sólo lo salvaje persiste.