domingo, 29 de noviembre de 2015

Breves historias de terror

Descripción de un fantasma
Era una niña de aproximadamente unos diez años. Estaba siempre vestida con un camisón blanco que le llegaba hasta las rodillas. Tenía los pies descalzos. Su delgadez era extrema. Los cabellos rubios caían desgreñados por los costados de la cara. Unos ojos celestes miraban constantemente abiertos como si fueran dos círculos perfectos. Estaban bordeados por sombras violetas. Sus labios eran sumamente finos y lívidos. Un rictus enojado definía su desapacible gesto. Cada vez que nos encontrábamos en los pasillos de la casa levantaba uno de sus brazos, me señalaba con el dedo huesudo y gritaba: "¡Portate bien que te estoy mirando!". Yo corría aterrado a esconderme debajo de la cama.



3 AM
Dicen que cuando uno se despierta a las 3 de la madrugada es porque hay un ente paranormal observándolo. No sé si eso será cierto o será una simple leyenda urbana. Lo único que sé es que hace unos instantes, mientras dormía, sentí que algo o alguien presionó mi pantorrilla con fuerza. Me desperté abruptamente, sobresaltado, con los vellos de las piernas erizados. Prendí la luz de la habitación. No había nadie. Miré el reloj despertador sobre la mesa de luz. Eran las 3 am. Tal vez sólo fue un mal sueño, una pesadilla. Ahora estoy yendo al baño para tranquilizarme. Me lavo la cara y vuelvo al dormitorio. Apago la luz. Me acuesto en la cama, un poco más relajado ya, pensando que dentro de unas horas tengo que levantarme para ir a trabajar. Necesito descansar. Mientras comienzo a dormitarme, siento que la puerta del placard se abre lentamente.

domingo, 15 de noviembre de 2015

El camino del viento: el exilio en dos narraciones de Héctor Tizón

Existe una experiencia común entre los protagonistas de la novela La casa y el viento y el cuento “Los árboles”, ambos de Héctor Tizón. Los dos viven la experiencia del exilio. En el comienzo de la novela, por ejemplo, el narrador aclara que se ha negado a dormir entre violentos y asesinos. Por eso huyó de su lugar, su casa, se arroja hacia el viento. Dice:
Cuando decidí partir, dejar lo que amaba y era mío, sabía que no era para siempre, que no iba a ser una simple ausencia sino un acto irreparable, penoso y vergonzante, como una fuga. En realidad todas mis partidas fueron fugas. Creo que es la única forma de irse (2013a: 13)
Del mismo modo, el protagonista de “Los árboles”, al llegar a otra tierra distinta a la suya, mira los árboles de una nueva geografía, mira esas coníferas enhiestas de siempre cuidada y verde geometría. Los mira y los compara con los árboles de su lugar  de origen, esos árboles de troncos rotundos y torturados; de ramas, arcos y brazos caprichosos o gratuitos; de frondosas copas, anidados. Esos son los árboles de su infancia y su juventud. Son árboles cuyas formas esperan recibir el peso de los cielos, su agua torrencial, como si sus ramas fueran los brazos de alguien en larga espera. No son como esos nuevos árboles de la geografía desconocida a la que arriba, árboles con formas para sacudirse o eludir el peso de los cielos. Estos nuevos árboles son diferentes a los de su tierra originaria (2013b: 351). Es así como el viajero comprende que ya no está en su lugar sino que está en otro paisaje, en otro territorio. Al igual que el protagonista del La casa y el viento es un exiliado.

     En este sentido, Edward Said, en Reflexiones sobre el exilio, define al exilio como “una grieta imposible de cicatrizar impuesta entre un ser humano y su lugar natal, entre el yo y su verdadero hogar” (2005: 179).  Said también dice que es “un estado discontinuo del ser”, pues “los exiliados están apartados de sus raíces, su tierra, su pasado” (2005: 184). El pathos del esta experiencia reside por lo tanto en la imposibilidad de regresar al territorio de origen, en la pérdida del pasado. Ésta es pues la experiencia que sufren tanto el narrador de La casa y el viento como el protagonista de “Los árboles”, es la experiencia de la pérdida del hogar, de la casa. Así entonces la casa es otro elemento en común que aparece en ambos relatos. El narrador de la novela recuerda, por ejemplo, que su casa había sido edificada como quien planea su propia grandeza. Recuerda que va a dejar ese lugar, el lugar de sus perros, del secreto susurro de las hojas del parral, el del trabajo frente a un fuego alimentado por esa leña cortada para muchos años y que no vería arder (2013a: 20). Este último dato resalta sobre todo el modo abrupto en el cual el personaje tuvo que abandonar la casa. Los acontecimientos se precipitaron. Tuvo que huir. Del mismo modo, el protagonista del cuento recuerda que él siempre había querido construir una casa y tener hijos. Esa casa sería el hogar definitivo contra cuyos muros ninguna de las tormentas del mundo prevalecería (2013a: 364). La casa sería un refugio contra la intemperie. Esta última, en ambos relatos, es el espacio del viento, del frío, es el afuera de la casa. Ese es otro elemento en común entre ambos relatos. Estar en el exilio significa estar fuera de la casa, a la intemperie, a merced del viento.
     En la novela de Tizón, el viento suele estar asociado al frío y al miedo. Así, en uno de los momentos de su viaje, el narrador cuenta:
El aire acumulado en el desfiladero que habíamos dejado atrás acababa de nacer y convertido en viento, iba a asolar el páramo […] Era el atardecer, pronto sería la noche, y tal vez el viento, la nieve, la muerte comprobé en ese momento también que en este mundo, elegido como un tránsito, tampoco tenía cabida (2013a: 120-121).
Asimismo en otra parte de su relato menciona que “los asesinos, los locos, la sal, el viento[1] se habían apropiado de todo” (2013a: 120-121). En esta situación, la de los violentos y los asesinos, el narrador se ve obligado a abandonar su casa, su país, y se arroja hacia el viento, la intemperie, el exilio. Existe un adentro y un afuera, un interior y un exterior. El primero es el espacio del refugio, mientras que el segundo es el del exilio. De este modo, entonces, el narrador comienza a recorrer el camino del viento que no es ni más ni menos que el camino del exilio.

     Sin embargo, la connotación que tiene el viento en la novela de Tizón no es totalmente negativa sino que es más bien ambigua. El hecho de ser arrojado al viento es el que le permite al narrador conocer verdaderamente a la gente de su lugar, de su tierra, le da la oportunidad de cargar su corazón de imágenes para no contar ya su vida en años sino en montañas, en gestos, en infinitos rostros; nunca en cifras sino en ternuras, en furores, en penas y alegrías. “La áspera historia de mi pueblo”, dice el narrador (2013a: 13). En el camino del viento, del exilio, él tiene la oportunidad de conocer distintas casas, distintos refugios, tiene la oportunidad de vislumbrar otro país detrás del país que conoce. Si su casa es el espacio de la memoria que le permite recordar su patria, su lugar de origen, el viento es el espacio en el cual las otras voces de la memoria ingresan en su ser, es un modo de recordar otra patria más profunda que la que él mismo conoce.
     En las otras casas en las que se refugia a lo largo del camino del viento, tiene la posibilidad de calentar su cuerpo con otros fuegos. El fuego lo protege del frío, del viento, del exterior, de la intemperie, del exilio.
El frío, la helazón detiene esta vida tal como es: inerte y rígida, atroz; como un bulto que impide la libre ambigüedad de la memoria. Pero no el fuego. Todo lo que ha pasado por el fuego se convierte en incorpóreo y sigue viviendo (2013a: 125)
Según Zenobia, una de las personas que aloja al narrador durante su viaje, “sólo el frío mata. Sólo está muerto lo que está rígido, helado. No mata el fuego, sino el frío” (2013a: 113). El viento entonces es lo que puede matar, lo que puede enfriar los cuerpos, congelarlos, enrigidecerlos. Pero ambiguamente también es lo que incita al narrador a habitar en otras casas, en otras memorias, lo incita a escuchar las voces de su pueblo, de la gente de la tierra.
     La casa, el viento, el fuego, el refugio, la patria, el exilio, la memoria y el olvido son conceptos que constantemente se entrecruzan e interpelan en la novela de Tizón. Con respecto a los últimos dos conceptos, los de la memoria y el olvido, según Paul Ricoeur en La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido, la primera es un “ente del tiempo”, un ente que se desarrolla a lo largo del tiempo, en tanto que el segundo es “obra del tiempo destructor” (1991: 13). De manera similar, Marc Augé en Las formas del olvido, señala que “lo que queda (en la memoria) es el producto de una erosión provocada por el olvido. Los recuerdos son moldeados por el olvido como el mar[2] moldea los contornos de la orilla” (1998: 27). En ese sentido, entonces, ¿el viento de la novela de Tizón no es equiparable acaso al mar que menciona Augé? ¿No puede ser el viento tal vez un agente que erosiona los contornos de la tierra, de la montaña, de la casa? ¿No es el exilio erosionando la memoria? Es otra interpretación posible, el olvido erosiona la memoria de la misma manera que el viento lo hace con la roca, lentamente, con paciencia, como si tuviera toda una eternidad por delante. En “La caza”, otro de los cuentos de Héctor Tizón, piensa que el viento castiga a la tierra porque ella se da a todos; porque consiente que cualquiera, aun sin amarla, la hienda o la desgarre. “Por eso el viento ciego y furiosos sopla y a corroe hasta dejarla infértil, en puras piedras y arena” (2013b: 332).

     Del mismo modo que “Los árboles” es un relato  que habla acerca del exilio tal como lo hace La casa y el viento, es uno en el que la memoria y el olvido también aparecen, se entrecruzan e interpelan al lector. En él, ya habíamos visto de qué manera la casa, al igual que en la novela, era una suerte de refugio en la tierra de origen, era el lugar en el mundo que el protagonista tenía, en el cual vivía. En “Los árboles”, sin embargo, aparece otra casa, la casa que el protagonista tiene que habitar en el exilio. En ésta, las cosas le son ajenas, distintas e indiferentes. Es una casa fría y extraterritorial. Atrás ha quedado el paisaje propio, una nueva vida gris y ajena le pertenece, para siempre, es su holocausto personal (2013b: 352). Desde el exilio ya no hay posibilidad de regreso a la tierra de origen, a la casa propia. Con respecto a ella, el protagonista se pregunta si “el hogar, la casa, es verdaderamente sólo el sitio que un hombre deja atrás” (2013b: 355). En ese sentido, el narrador de La casa y el viento parece tener una respuesta para esta pregunta cuándo piensa que “la historia de un hombre es un largo rodeo alrededor de su casa” (2013a: 145), un hombre que siempre lleva su casa a cuestas siempre piensa en regresar a ella, nunca la deja atrás aunque al regresar ni él ni el lugar sean los mismos que cuando se fue.
     Pues bien, como se decía anteriormente, la casa es el espacio de la memoria. En este sentido, por lo tanto, el protagonista del cuento de Tizón, en la nueva casa, en el exilio, está fuera de su espacio de la memoria. Memoria y olvido, entonces, son otras de las dos variables que tienen en común estos relatos, tanto el cuento como la novela. Así es como, en “Los árboles”, el protagonista recuerda:
Lo había perdido casi todo, allá; y luego había logrado perder lo demás. […] y aún era él, con su memoria, con sus recuerdos, ahora por momentos más vivos quizá, ya que los recuerdos sólo se consumen viviendo, y él se obstinaba en esconderlos, taparlos. Vivir es olvidar[3]. Sonrió; toda su vida había pensado lo contrario (2013b: 355)
Desde este punto de vista, es interesante el contrapunto que existe entre la actitud de este personaje y el de otro de los cuentos de Tizón. En “Historia olvidada”, el hombre gordo, el personaje al cual se hace referencia, le dice a Remberto, su acompañante, que “quien no recuerda está muerto; vivir es recordar” (2013b: 251). Entonces, ¿vivir es olvidar o vivir es recordar? Sin duda, según lo que piensa el hombre gordo, el pintor exiliado de “Los árboles” es un hombre que está muerto, que no tiene vida, que no recuerda, un hombre que no tiene memoria. E incluso, el mismo protagonista de este segundo cuento aclara al final de su reflexión que “toda su vida había pensado lo contrario”, es decir, toda su vida había pensado que vivir es recordar.

     ¿Qué le pasó entonces que cambió de actitud? ¿Cuál fue o es el hecho traumático o doloroso que lo mueve a olvidar su pasado? Aparte del exilio, también puede pensarse en la muerte de un ser querido. En este sentido, a lo largo del relato se hacen algunas referencias a la muerte de un hijo. Se habla de “un hijo tempranamente fusilado” (2013b: 352), Se dice que “ya no tenía hijo, ni estaba ya en su casa como el lugar firme, soleado y libre” (2013b: 365). Con respecto a esta última frase, no hay que olvidar que, en el proyecto de vida del protagonista, la posesión de una casa propia y la existencia de un hijo estaban íntimamente ligadas a la idea de la felicidad. En el exilio ya no tiene ni la una ni al otro. El exilio es el espacio de la pérdida y de la soledad. Por lo tanto, también debe ser el del olvido. Así intenta imponérselo a sí mismo el pintor. Sin embargo, en la nueva casa que habita, esa casa fría y extraterritorial ubicada en una tierra de árboles extraños, no deja de estar presente la imagen de este hijo tempranamente perdido en un retrato que preside su estancia en el lugar. A pesar de sus esfuerzos por olvidar, el hijo no ha muerto, vive en su memoria.
     Ahora bien, ¿cómo intenta comenzar a vivir en el olvido el protagonista de este cuento? Lo hace a través de la visión del fuego. Recordemos que en La casa y el viento el fuego estaba asociado al refugio, a la memoria. Era lo que protegía del frío, lo que no mataba sino lo que brindaba la posibilidad de la vida. Era el espacio alrededor del cual circulaban las historias, en donde se mantenía viva la memoria de la gente de la tierra. Sin embargo, en “Los árboles” sucede algo distinto. Aquí, al pensar en su hijo, el pintor contempla el fuego y a través de las llamas ve su vida. Recuerda y piensa en “el fuego que en definitiva se alimenta de la tierra, estalla, nace y crece a costa de lo muerto; que se alimenta de la muerte” (2013b: 353). En la soledad, el fuego no está asociado a la vida sino a la muerte. Por lo tanto, tampoco merece asociarse a la memoria sino, por el contrario, al olvido. Tal vez por esto, el pintor se diga a sí mismo que todo, incluso él mismo, no merezcan “otro epitafio que el olvido, la lejanía sin regreso y el silencio” (2013b: 353). Otro de los fragmentos del mismo cuento en el cual el fuego está asociado a la muerte es aquel en el cual el protagonista, en el pasado, teme la llegada de los soldados a su casa. En el exilio, luego de echar algunas de sus pinturas al fuego, recuerda otra imagen semejante,
la de aquella tarde, frente a la hoguera en el patio de su antigua casa ya desierta. De un momento a otro llegarían en busca de libros, discos o papeles; pero los suyos ya habían comenzado a arder. Él con un palo recomponía el fuego para que ardiera mejor y de pronto una chispa le quemó la mano; instintivamente se llevó la mano a la boca y sintió que olía a muerte[4] (2013b: 358)
Echar las cosas al fuego es entonces hacerlas morir, es borrar la memoria del pasado, es vivir en el olvido. Fuego, olvido y muerte parecen estar íntimamente asociados.
     Sin embargo, hacia el final del mismo relato, el sentido simbólico del fuego parece cambiar y querer coincidir con el que tiene en La casa y el viento, el fuego como protección, como posibilidad de la memoria. Hacia el final del cuento, el protagonista comienza a recuperar cierto gusto por la vida a partir de su relación con Elke, una joven que iba algunos días a ordenar la casa como un favor hacia su propietario, el Doktor amigo del pintor. Es a partir de este cambio de actitud que tiene la posibilidad de mirar de otra manera un árbol que estaba junto a una de las ventanas de la casa, una ventana que siempre había permanecido cerrada como todas las otras. Por primera vez, el protagonista del cuento la abre y ve que
allí estaba el árbol, el mismo que esa noche había pintado en el centro de una tela; tan distinto, no un árbol como aquellos, los de toda su vida, de troncos torturados, caprichosos, de turbulenta copa al viento; sino un árbol que se elevaba balbuceante, como si rezara, o, mejor, como si cantara. Un árbol nuevo y semejante a algún otro árbol perdido de su infancia; que sin embargo estuvo allí, junto a la casa, no lejos de los otros que se agrupaban hacia los fondos en el bosquecillo junto al reguero del agua, y de los demás que flanqueaban el camino hacia los acantilados, pero que él nunca hasta entonces había visto (2013b: 370).
El pintor entonces contempla este nuevo árbol y lo hace suyo, abre las ventanas y sale de su ensimismamiento, y así como se apropia de este nuevo árbol también se apropia de la casa en la que habita. La casa que antes era fría y extraterritorial ahora es abierta y asoleada. El retrato que había sido olvidado, ahora también es vuelto a recordar, la vida que era olvido ahora es memoria. Y al volver a recordar, al volver a vivir, el pintor enciende “un buen fuego en la chimenea” (2013b: 371). El fuego, otra vez entonces, deja de estar asociado al olvido y a la muerte y vuelve a estarlo a la protección, la vida y la memoria. Así, al descubrir la forma de estos nuevos árboles de una tierra extraña distinta a la del origen, a la de la propia tierra, a la de su casa, el pintor recién puede comenzar a habitar en una nueva casa, la casa de su nueva tierra. De esta manera, el exiliado deja de ser un hombre que habita apartado de sus raíces, de su tierra y de su pasado y se transforma en un hombre que la conserva en su memoria, viva y palpitante.

Bibliografía
AUGÉ, Marc (1998). Las formas del olvido. Gedisa, Barcelona.
RICOEUR, Paul (1999). La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido. Arrecife, Madrid.
SAID, Edward (2005). Reflexiones sobre el exilio. Random House Mondadori, Barcelona.   
TIZÓN, Héctor (2013a). La casa y el viento. Alfaguara, Buenos Aires.
TIZÓN, Héctor (2013b). Cuentos completos. Alfaguara, Buenos Aires.   



[1] El destacado en cursiva no aparece en el texto original.
[2] El destacado en cursiva no aparece en el original.
[3] Los destacados en cursiva no pertenecen al original.
[4] La palabra destacada en cursiva no es propia del original

domingo, 1 de noviembre de 2015

Kertész o la imposibilidad de la autobiografía

En un artículo titulado “Problemas teóricos de la autobiografía”, Ángel Loureiro, analizando los postulados teóricos de Paul John Eakin, habla acerca de la imposibilidad de la autobiografía. ¿A qué se refiere con este concepto? Pues ni más ni menos que al hecho de que no se puede separar nunca la autobiografía de la ficción. En teoría, se supone que la primera es un texto narrativo en el cual un autor cuenta su propia vida, es decir, cuenta hechos reales acerca de sí mismo. Sin embargo, Eakin señala que “el texto autobiográfico no refleja un autor referencial sino que el autor se crea a sí mismo, crea un yo que no existiría sin ese texto” (1991: 4). Por lo tanto, desde este punto de vista, “el acto autobiográfico es un modo de autoinvención que se practica primero en el vivir y que se formaliza en la escritura” (1991: 4).
     De todas maneras, según Loureiro, Eakin retrocede en este límite y parece querer justificar el acto autobiográfico como narración de hechos reales acerca del sí mismo a partir de la psicología y no desde la historia, es decir, pretende hacerlo a partir de una disciplina que también se pretende científica y positivista. Piensa que si ya no se puede sostener el acto autobiográfico desde una referencialidad histórica comprobable, al menos se lo puede hacer desde una formal. En consecuencia, la validez de la autobiografía como género, según Eakin, se asienta en el hecho de que repite unas estructuras evolutivas de la personalidad (1991: 4-5). Sin embargo, algunos otros autores son contrarios a esta postura. Sidonie Smith, por ejemplo, señala que en el acto autobiográfico se produce un desdoblamiento del yo entre el yo narrador y el yo narrado. Desde este punto de vista, entonces, el texto autobiográfico es un artefacto retórico que, lejos de reproducir  o crear una historia de vida, producen su desapropiación (1991: 6), es decir, producen la narración de la historia de un yo narrado que pretende ser el mismo que el yo narrador pero que sin embargo es otro. Es en este punto, por lo tanto, en donde se realiza el cruce entre una historia que pretende ser real pero que no deja de ser al mismo tiempo ficticia.
     Del mismo modo, en la introducción de su libro Acto de presencia. La escritura autobiografía en Hispanoamérica, Sylvia Molloy también menciona la imposibilidad de “narrar la historia de una primera persona que sólo existe en el presente de la enunciación” (2011: 11). En cierta forma, esta idea de Molloy acerca de la narración autobiográfica coincide con la de Paul Ricoeur acerca de que el ser humano es una concordancia discordante. Ahora bien, ¿qué quiere decir Ricoeur con esta idea? Pues ni más ni menos que el ser humano nunca es el mismo en el transcurso de su vida, siempre está siendo otro. El hombre es una concordancia en tanto es el mismo a lo largo del tiempo, pero simultáneamente es una discordancia en cuanto siempre va siendo otro. Es así como Ricoeur menciona que en toda composición narrativa se da una “síntesis de lo heterogéneo” entre lo que es y lo que ya fue. Por esto, entonces, “la identidad narrativa de un personaje sólo puede ser correlativa de la concordancia discordante de la propia historia” (1999: 221).
     En consecuencia, tal como lo señala Molloy, el narrador en primera persona que sólo existe en el presente de la enunciación se aboca a la tarea imposible de contar la historia de otra primera persona que existe en el pasado de lo enunciado, otra persona que es el sí mismo pero al mismo tiempo es otro. O, tal como lo indicaba Sidonie Smith, se produce un desdoblamiento entre el yo narrador del presente y el yo narrado del pasado. Además, de la misma manera en que Ricoeur señala que “el relato es la dimensión lingüística que proporcionamos a la dimensión temporal de la vida. […] La historia de la vida se convierte, de ese modo, en una historia contada” (1999: 216), Molloy define a la autobiografía como una re-presentación, algo que se presenta nuevamente, se vuelve a contar, puesto que, según ella, “la vida a la que supuestamente se refiere es, de por sí, una suerte de construcción narrativa. La vida es siempre, necesariamente, relato” (2011: 15-16). En síntesis, a partir de lo expuesto, puede notarse como la autobiografía es un relato del sí mismo que siempre está atravesado por la ficción, un relato que nunca es totalmente real.

     Uno de los relatos en lo que se nota esta suerte de ficcionalización de la autobiografía es la novela Kaddish por el hijo no nacido del escritor húngaro Imre Kertész.  En ella existe un narrador en primera persona que, en cierto modo, a partir de sus vivencias, puede ser identificado con el autor de la misma. Desde este punto de vista, la novela de Kertézs puede ser leída como una autobiografía. Aunque, sin embargo, como se decía anteriormente, siempre va a ser una autobiografía que está atravesada por la ficción, que nunca cuenta totalmente la realidad. Uno de los primeros aspectos que se pueden tener en cuenta en este sentido es cómo se define a sí mismo el narrador de la historia. El narrador dice que es escritor y traductor, de nacionalidad húngara, de origen judío, sobreviviente de Auschwitz, esposo, hijo único, hijo rechazado por su madre, padre de un hijo no nacido. Sin embargo, el narrador no sólo se define a sí mismo sino que, de la misma manera, a lo largo de su vida, ha sido definido por otros, ha sido definido desde la alteridad. Por ejemplo, para los nazis que lo terminan transportando a Auschwitz ha sido definido como “una mujer calva con una bata colorada”, es decir, como un judío más entre otros judíos, como un impuro. Ahora bien, ¿de dónde proviene esta expresión? Proviene de uno de los episodios de la novela en el que el narrador, cuando era joven, tiene la oportunidad de ver a una familiar suya, a una tía más precisamente, en el momento en el que se estaba mostrando tal como la judía ortodoxa que era. Su padre le explica entonces que tanto su tía como sus parientes eran polisch, y que “las mujeres polisch se rapaban por motivos religiosos y llevaban una peluca llamada schlati” (2002: 73). Así es como el narrador descubre:
Mi condición de judío empezó a resultar cada vez más relevante, por cuanto tal condición implicaba en general la sentencia de muerte, como fue demostrándose con el paso del tiempo, de pronto tomé conciencia de que ya sabía quién era, […] yo era una mujer calva sentada delante del espejo, con una bata colorada. (2002: 31-32)
Al ser un judío más entre otros judíos es entonces un ser pasible de ser llevado a Auschwitz por los otros, por quienes se pretenden puros, superiores. El judío es una mancha, una peste, está estigmatizado.
     Es así entonces como el judío, la mujer calva con una bata roja, se transforma en un futuro sobreviviente de Auschwitz. Su relato está atravesado por esa vivencia. Sin embargo en el momento presente de la enunciación narrativa no puede decirse que el narrador sea tanto la mujer calva con una bata roja como el sobreviviente de un campo de concentración. En el momento presente de la enunciación, el narrador es otro, quizás sea el padre de un hijo no nacido, un hijo al cual le ha negado la existencia. O tal vez ni siquiera eso, tal vez sólo sea un viejo escritor que pasea junto a otro por el bosque de una residencia. Pero, de todos modos, tampoco deja de ser lo que fue antes, no deja de ser ni el judío ni el sobreviviente de Auschwitz. Es una concordancia discordante cuya vida está atravesada por esas vivencias que en su relato se hacen ficticias. Son ficticias en tanto no son la realidad sino que tan sólo son su realidad. En este punto, en su condición de judío sobreviviente de un campo de concentración, reside una de las premisas a partir de las cuales se estructura el relato. En una reunión con otros intelectuales judíos sobrevivientes de los campos de concentración nazis se llega a la conclusión de que “Auschwitz no tiene explicación”. Sin embargo, el narrador piensa por el contrario que “la frase, vista desde la mera perspectiva de la lógica lingüística, es errónea, que a lo sumo refleja deseos, una moralidad infantil […] y diversos complejos reprimidos” (2002: 45). Para el narrador, Auschwitz sí parece tener explicación, pero es una explicación no complaciente. Para el narrador
es imposible eludir las explicaciones, no cesamos de explicar y de dar explicaciones, la vida misma, ese complejo inexplicable de fenómenos y sensaciones, nos las exige, nuestro entorno nos las exige y, por último, nosotros mismos exigimos de nosotros explicaciones, hasta que conseguimos destruir todo a nuestro alrededor, incluidos nosotros mismos, es decir, hasta que por fin conseguimos explicarnos a muerte (2002: 8)

    En este sentido, Ricoeur reconoce que en la interpretación de los textos debe existir una complementariedad entre dos momentos, el comprensivo y el explicativo. Según el autor francés, “la comprensión es más bien el momento no metódico que en las ciencias de la interpretación, se compone con el momento metódico de la explicación. Ese momento precede, acompaña, clausura y de este modo envuelve a la explicación” (Lojo, 1986: 191). Ahora bien, ¿en qué consiste específicamente la explicación que el narrador de Kaddish por el hijo no nacido pretende dar acerca de Auschwitz según lo postulado por Ricoeur? Para Ricoeur, “la explicación desarrolla analíticamente la comprensión” (Ferraris, 2002: 251), es decir, es el momento epistemológico que precede a lo ontológico en la construcción del propio ser. Según Ferraris, “en una epistemología de los textos literarios, la hermenéutica no descubre simplemente un antagonista o a su otro, sino además sus propios orígenes” (2002: 251). De este modo, entonces, lo que hace el narrador de la novela de Kertész al intentar explicar el hecho Auschwitz es ni más ni menos que ubicar el ser del judío en una estructura ideológica que lo rechaza y, a partir de allí, tratar de comprender su propia vida tanto en relación al sí mismo como al otro, al que lo rechaza.

     Según lo que señala María Rosa Lojo, a partir de los postulados teóricos de Paul Ricoeur, “la narración se convierte en modelo interpretante de la realidad vivida” (1986: 194). Pero para ello debe cumplir una función metafórica y simbólica, es decir, debe ser “capaz de re-describir lo real por la tensión predicativa de la cópula que indica a la vez el ser y el no ser, esto es, el ser como” (1986: 193). Entonces, si uno se ubica en esta perspectiva metafórico-simbólica de la interpretación de los textos, puede comprender de mejor manera el conflicto que sufre el protagonista de la novela de Kertész. Básicamente, su problema consiste en que no desea tener un hijo, es el padre de un hijo no nacido. Ahora bien, ¿por qué no desea tenerlo? ¿Por qué no desea ser padre? Tal vez la explicación se encuentre en los episodios vividos durante su infancia. Hacia el final de la novela, el narrador recuerda un internado al que lo envió su padre para ser educado. Allí, en ese lugar, según él, la educación se basaba en principios simples: el principio de la autoridad, el principio autoritario del padre, el del ejercicio del poder. En ese sentido, el internado cumple la función del padre, es el depositario del poder. A partir de esta vivencia, el narrador concluye que “el poder es incontestable como incontestables son sus leyes que rigen nuestras vida, pero nunca podemos cumplir estas leyes de una manera total: siempre somos culpables ante el padre y ante Dios” (2002: 136).
     Del mismo modo que hay una conexión entre el internado y la figura paterna, hay otra entre el mismo lugar y Auschwitz. El narrador otra vez vuelve a recordar cómo pasaban revista en el internado, la pasaban de la misma manera en que después la pasarían en el campo de concentración. Auschwitz era para él, entonces, una exacerbación de las mismas virtudes para las cuales lo educaron desde su infancia (2002: 137). El narrador dice, en este sentido,
Auschwitz […] se me presenta en la imagen del padre, […] las palabras padre y Auschwitz producen en mí las mismas resonancias […]. Si es cierta la afirmación de que Dios es un padre encumbrado, entonces Dios se me manifestó en la imagen de Auschwitz (2002: 137)
Auschwitz, entonces, no sólo simboliza al internado, no sólo es una imagen especular y exacerbada de este lugar, sino que también es como el padre e incluso como Dios, el padre encumbrado. El estado que instituye Auschwitz es un padre iracundo que castiga a sus hijos no deseados, los impuros, los que son como una mujer calva con bata roja. Así, el deseo del narrador de no tener un hijo puede ser explicado, comprendido e interpretado a partir del deseo de no ser el Auschwitz de un nuevo ser en el mundo, el padre iracundo y punitivo de una nueva existencia. Por eso, el narrador reza un kaddish por él, por su hijo no nacido, lo reza para librarlo del mal del mundo.

     En conclusión, desde el punto de vista de su imposibilidad, la autobiografía que narra el protagonista de la novela de Kertész tal vez no sea un relato de hechos completamente verídicos acerca de la propia vida tal como tendría que serlo en este género sino más bien el intento de comprensión y explicación del sí mismo que uno es a partir de lo que uno ha sido. En ese sentido, el hombre que no desea ser padre es a partir del judío que ha sido estigmatizado, del judío que ha sobrevivido a Auschwitz, es la concordancia presente que es a partir de la discordancia que fue siendo en el tiempo pasado hasta su momento presente. La autobiografía se transforma así, de esta manera, en un ejercicio hermenéutico del sí mismo más que en un simple relato.

Bibliografía
FERRARIS, Mauricio (2002). Historia de la Hermenéutica. Siglo XXI, México.
KERTÉSZ, Imre (2002). Kaddish por el hijo no nacido. Narrativa del Acantilado, Barcelona.
LOJO, María Rosa (1986). “La hermenéutica de Paul Ricoeur y la constitución simbólica del texto literario” en Literatura y hermenéutica. García Cambeiro, Buenos Aires, pp. 189-210.
LOUREIRO, Ángel (1991). “Problemas teóricos de la autobiografía” en La autobiografía y sus problemas teóricos. Estudios e investigación documental. Suplemento de Anthropos Nro. 29. Diciembre, Barcelona, pp. 2-8.
MOLLOY, Sylvia (2001). Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica. Fondo de Cultura Económica, México.
RICOEUR, Paul (1999). Historia y narratividad. Paidós, Barcelona.