sábado, 28 de marzo de 2015

Una visita al Paraíso

El Paraíso es el nombre de la casa en la que Manuel Mujica Láinez vivió entre 1969, cuando se jubiló de su carrera de periodista en el diario “La Nación”, hasta 1984, en que falleció a causa de una afección al corazón. Esta casa se encuentra ubicada en la localidad de Cruz Chica, a unos cercanos tres kilómetros de La Cumbre. Su primer propietario fue un español llamado Ramón Avelino Cabezas, quien la terminó de construir en 1922. Pocos años después de la muerte del escritor, se creó la Fundación Mujica Láinez, encargada de preservar y abrir al público la casa y su patrimonio artístico. Actualmente funciona como un museo. Y qué es un museo sino la acumulación de un conjunto de objetos interesantes para un público determinado, en este caso, un público interesado en el conjunto de objetos vinculados con la vida y obra de Mujica Láinez. En ese sentido, con respecto a este lugar, el escritor dijo alguna vez que quien recorriera este sitio, se asomaría a su corazón y a su
memoria. Y en el mismo tono también dijo que una de las singularidades de El Paraíso había sido la forma en que sus objetos se habían adecuado a la casa, cada uno había ido, sin vacilar, al sitio que le correspondía, como si él lo hubiese adquirido para ese lugar.
     Por otra parte, para Mujica Laínez, los objetos tenían una significación especial, tenían un sentido mágico, casi religioso. Eso puede verse, por ejemplo, en su novela El escarabajo, en la cual un anillo que reproduce la figura de este insecto es el particular narrador de una historia que transcurre en distintas épocas desde la antigüedad egipcia hasta nuestros días. Incluso la figura del escarabajo puede verse en distintas partes de la casa. En primer lugar, la vemos bordada cuatro veces en un tapiz que está colgado en su comedor. Luego también la podemos observar en un retrato ilustrado del escritor que realizó el artista local Miguel Ocampo, uno de sus grandes amigos en La Cumbre. En ese retrato, realizado en unos pocos trazos y con sólo dos colores, el blanco y el beige, Manucho tiene en el dedo anular de su mano izquierda un anillo exactamente igual al que describe en la novela. También, en una de las vitrinas que se encuentra en la parte superior de la casa, en la cual se exhiben sus diversas condecoraciones, reconocimientos y regalos, se puede contemplar el mismo anillo. Se dice que este anillo fue hecho y le fue regalado luego de que escribiera la famosa novela, pero quién sabe… Finalmente, también se puede ver la figura del escarabajo en la escultura que se encuentra en el patio andaluz de la casa. Allí el escarabajo se ubica como una máscara en frente del rostro de una princesa egipcia.  
     Esta creencia en el poder mágico de los objetos también puede notarse en el diverso conjunto de manos artificiales de origen brasileño que se encuentra en el baño personal de Mujica Láinez. El escritor coleccionaba esos objetos con un interés casi  fetichista. Decía que el baño era el lugar de la casa en el cual se sentía más desprotegido, ya que allí se encontraba desnudo. Los artificios brasileños, entonces, funcionaban como amuletos para conjurar las fuerzas negativas que pudieran atentar contra su ser en ese particular momento de indefensión. En cierta manera, este es el espacio más esotérico de la casa, una casa en la cual el eclecticismo revela una manera de ser. Es más, en relación a esta fascinación que tenía por los objetos, se puede ver como en una entrevista realizada a mediados de los años '70, Mujica Láinez dice: “Yo creo en los objetos, inclusive más que en los seres humanos, creo que son más fieles porque los seres humanos pueden traicionarte, pero a los objetos los traicionamos nosotros. Es decir, nosotros decimos que esta silla es Luis XV cuando sabemos perfectamente que no lo es y le inventamos una historia. Nosotros somos los que mentimos, los objetos no mienten. Y he pasado la vida reuniendo objetos”. Tal vez por esto, en la novela anteriormente mencionada, Manucho haya ubicado la posibilidad de narrar en un objeto y no en una persona, tal vez lo haya hecho para darle al objeto la posibilidad de contar su propia historia.
     Asimismo otro espacio de la casa que tuvo una importancia especial para el escritor es la famosa Sala de los Retratos. En esa Sala existen innumerables retratos que reproducen las estampas de los antepasados de Manucho y de su esposa. Recordemos que Manuel Mujica Láinez era hijo de Manuel Mujica Farías y de Lucía Láinez Varela, así que por el lado de su madre tenía un parentesco con la familia patricia de los Varela. Es más, el miembro más admirado de esta familia por parte de Manucho era su tatarabuelo, el escritor y publicista Florencio Varela. En la entrevista televisiva anteriormente mencionada, Mujica Láinez declaró que éste era un hombre hermoso y que él daba las gracias por descender de un prócer así y no de algún otro de aspecto menos agraciado. Por otro lado, su esposa Ana de Alvear Ortiz Basualdo era descendiente de los reconocidos Alvear. De esta manera, existía una suerte de conflicto político entre los descendientes de Mujica Láinez y los de su esposa, pues mientras los primeros se habían declarado unitarios, Carlos María de Alvear, pese a ser originariamente unitario, tras aceptar el cargo de embajador en Estados Unidos durante la tiranía de Rosas, pasó a ser identificado por parte de los unitarios emigrados en Montevideo como un adepto más al régimen del caudillo federal. Es más, en una humorada negra, Manucho solía decir que uno de los parientes de su esposa había mandado a asesinar a su admirado tatarabuelo Florencio Varela en el sitio de la ciudad de Montevideo en el año 1848. Es por esa suerte de enfrentamiento que el escritor ubicó a los Alvear en un lugar de la Sala mientras ubicó a los Varela en el lugar contrario. E incluso imaginó que durante las noches ambas familias se enfrentaban duramente mientras sus actuales descendientes dormían plácidamente. De manera similar a lo que sucedía en su novela Un novelista en el Museo del Prado, los personajes retratados cobraban vida y revivían los conflictos del pasado.
     Otro de los objetos notables que se pueden contemplar en la Sala de los Retratos es una estela funeraria proveniente de China. En la entrevista realizada por Joaquín Soler Serrano, Mujica Láinez menciona que encontró esa estela en un viaje que realizó al país asiático. Cuenta que lo hizo en un templo en Mukden, Manchuria, la actual Mongolia. Allí estaba arrancada y arrojada sobre el piso. Apenas la vio, Manucho se sintió profundamente fascinado y no pudo menos  que traerla consigo a pesar de que sus acompañantes japoneses le habían sugerido que no transportara objetos demasiado pesados. Para desgracia de sus pobres acompañantes, el escritor se obstinó en su deseo por poseer la piedra e incluso amenazó con regresar intespestivamente a Tokio sino se cumplía su pedido. A ellos, entonces, no les quedó más remedio que trasladar el voluminoso objeto durante todo lo que restaba del recorrido encima de un carricoche. La estela era de piedra gris y medía alrededor de un metro de altura. Mujica Láinez la describe como “un Buda sentado sobre un pajarraco y rodeado de bodhisativas, esa especie de ángeles de la religión oriental”. Según el mismo Mujica Láinez, la estela tenía una inscripción que maldecía a quien osara sacarla de su lugar, pero por suerte y para su tranquilidad un anciano chino le informó que ese monumento funerario ya había sido arrancado de su lugar y que la maldición no le correspondía a él sino al profanador original.

     Finalmente, otro de los objetos que se pueden destacar en el recorrido de la casa del famoso escritor es un mural esculpido que se encuentra en el patio andaluz de la misma. En esa escultura se resume la genealogía y la obra de Manucho, pues en el centro de ella, por ejemplo, se encuentran los dos antiguos escudos de armas de su familia paterna Mujica y la materna Láinez. Asimismo, alrededor de estos escudos se puede contemplar a los distintos personajes de ficción que pueblan la vasta obra del escritor. Sobre ambos escudos, por ejemplo, está reposando tranquilamente el perro Cecil, mientras que encima de él se encuentra el hada Melusina con su cola de serpiente cabalgando sobre un unicornio. Hacia la derecha de los escudos, podemos ver al jorobado Bomarzo, mientras que a su izquierda se halla la princesa egipcia Nefertiti con la máscara de un escarabajo sobre su rostro. Y debajo de los mismos, se hallan dos demonios recostados hacia cada uno de los lados de la escultura, o quizás más bien, estén emprendiendo un vuelo atormentado. La postura de sus cuerpos parece sugerirnos esto último. Por otra parte, no hay que olvidar que la entrada al patio andaluz es la entrada principal de la casa y por ello, en alusión al nombre de la misma, en la puerta del lugar están talladas en metal las figuras de Adán y Eva que pretenden recibir al visitante que ingresa a El Paraíso. De la misma manera, en la puerta trasera de la casa, que es en realidad por donde se inicia el recorrido guiado, se encuentra una escultura de Aquiles “protegiendo” la retaguardia con su espada rota.

      Sin dudas, tal como lo expresaba el propio Manuel Mujica Láinez, quien recorra El Paraíso, se está asomando al corazón y a la memoria del famoso escritor, está accediendo a los secretos de su escritura, está haciendo un viaje por una vida que pretende ser contada a través de la ficción. En la obra de Mujica Láinez se resumen todas sus inquietudes y sus intereses, pues como toda obra de ficción, la obra de Manucho es una suerte de autobiografía intelectual y sentimental en la cual se ven reflejadas las historias que hubiera querido vivir su autor, las lecturas que realizó por placer en sus momentos de ocio, las imaginaciones que cruzaron por su mente al leer esos relatos de otros. En ese sentido, Manuel Mujica Láinez no tiene nada que envidiarle a otros grandes escritores argentinos como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Ernesto Sábato o Adolfo Bioy Casares, pues sus cuentos y sus novelas nos recuerdan el nunca inacabable placer que se siente al leer buena literatura. Leer Bomarzo, El unicornio o El escarabajo implica sumergirse felizmente en un mar de fantasía del cual no se quiere volver a salir.     

domingo, 22 de marzo de 2015

Una muestra del Teatro de la Crueldad

     Anoche tuve la oportunidad de presenciar “La fabulosa historia del Gran Mono Blanco”, la obra de teatro protagonizada y dirigida por Fernando Berretta y Virginia Cardoso y basada en el prefacio de El teatro y su doble, uno de los ensayos más reconocidos de Antonin Artaud. En ese texto, Artaud instaura las bases del llamado Teatro de la Crueldad. Según las ideas del escritor francés, el objetivo primordial de una obra teatral consiste en provocar la sorpresa e impresionar a los espectadores mediante situaciones impactantes e inesperadas. De esta manera, se pretende dejar una huella en el espectador, se pretende que la obra realmente lo marque con todo lo que ese verbo significa.

     Ahora bien, cuando Artaud menciona el color blanco en su texto lo hace en referencia al hombre europeo, pues allí menciona que “si creemos que los negros huelen mal, ignoramos que para todo cuanto no sea Europa somos nosotros, los blancos, quienes olemos mal. Y hasta diré que tenemos un olor blanco, así como puede hablarse de un mal blanco”. En ese sentido, tal vez el Gran Mono Blanco no sea ni más ni menos que el hombre europeo, el hombre que desde su visión etnocéntrica supone que el resto de las razas que habitan el mundo son inferiores en cuanto a fuerza, inteligencia y moral. Por eso, tampoco es gratuita la inserción de las reflexiones acerca de la muerte de Montaigne en la adaptación dramática propuesta por Fernando Berretta. Recordemos que Montaigne fue quien difundió el concepto del buen salvaje para referirse a todo aquel hombre que no formara parte de la cultura europea. Al referirse al buen salvaje, Montaigne pretendía defender la teoría de una suerte de inocencia original frente al “amaneramiento del espíritu humano” causado por el exceso de cultura. Desde ese punto de vista, el Gran Mono Blanco puede ser visto como ese salvaje que es transplantado a una cultura distinta a la suya y se ve obligado a aprender los gestos necesarios para agradar a sus captores. Y tal vez el buen salvaje no sea ni más ni menos que el artista que pretende ser por sí mismo pero que se ve obligado a ser para los demás. Es por eso que el Gran Mono Blanco en sus instantes finales no puede más que expresar su odio hacia quienes vienen a ofrecerle falsamente sus condolencias.

     En el inicio de la obra, la cuidadora del Gran Mono Blanco comienza repitiendo las palabras del texto de Artaud en el cual el escritor francés expresa que “nunca, ahora que la vida misma sucumbe, se ha hablado tanto de civilización y cultura”. Por lo tanto, la puesta en escena se estructura en base al conflicto entre vida y cultura. Y desde ese punto de vista, la cultura es enemiga de la vida, es el amaneramiento del espíritu humano del cual hablaba Montaigne, es el sometimiento de los instintos vitales del hombre en estado de inocencia natural. El Gran Mono Blanco se encuentra ante la instancia final de una muerte inminente, pero ya antes ha sido privado de la vida al ser sometido al cautiverio y al haber sido obligado a representar un papel para los demás. La vida en la cultura no es la verdadera vida, la vida en la cultura es enemiga de la verdadera vida. Y tal vez por eso, la muerte sea la única posibilidad de liberación por parte del Gran Mono Blanco. E incluso así lo reconoce en una de las reflexiones imaginadas por Montaigne en su texto. Una vez muerto, el Gran Mono Blanco se libera del sometimiento de la falsa cultura, escapa a los preceptos del buen pensar y el buen hacer impuestos por los dueños del zoológico. Pero morir nunca es fácil, morir implica sufrir, implica abandonar lo que se es para ser otra cosa o tal vez no ser nada. Y en esa disyuntiva el Gran Mono Blanco expresa que él, al igual que Montaigne, pretendió prepararse para la muerte pero que nunca supo ni imaginó que “morir iba a ser tan pesado”.
     En conclusión, puede decirse que la adaptación realizada por Berretta, al contar la historia del mono que se encuentra agonizando y que pretende dejar su mensaje final al mundo, logra ampliamente el objetivo propuesto por Artaud en El teatro y su doble, pues al mismo tiempo que cuestiona la idea de cultura provoca en el espectador la sorpresa y el impacto de lo inesperado, de lo novedoso. En todo momento, el espectador se siente interpelado e incluso, en un determinado momento, no sabe si quién le habla y le expresa su odio es el Gran Mono Blanco o el propio Fernando Berretta, pues llega un instante en el cual los límites entre la ficción teatral y la realidad se difuminan, se diluyen, se esfuman, se desvanecen.

    

La isla

Después de atravesar el oscuro mar azul, César llega a la antigua tierra británica que aún no tiene tal nombre; la tierra de los bosques profundos, de las tinieblas perpetuas y de los misterios insondables. Sus soldados, quienes con la brevedad de sus disciplinadas espadas han sometido a la salvaje Galia bajo el yugo de la invencible águila romana, quienes derrotarán a las nunca derrotadas legiones de Pompeyo el Grande para ofrecer a Roma la visión de un nuevo dios, sienten temor. Ellos no recuerdan las artes de la lucha y no están dispuestos a enfrentarse a hombres que no pueden ser vistos, a hombres que no son hombres, a hombres que son demonios. César no quiere resignar su valor pero él también siente temor; la densa neblina de la nueva tierra apaga su ardor guerrero e inhibe su ambición de poder. César decide regresar, tal vez el Rubicón ofrezca más gloria.