domingo, 15 de noviembre de 2015

El camino del viento: el exilio en dos narraciones de Héctor Tizón

Existe una experiencia común entre los protagonistas de la novela La casa y el viento y el cuento “Los árboles”, ambos de Héctor Tizón. Los dos viven la experiencia del exilio. En el comienzo de la novela, por ejemplo, el narrador aclara que se ha negado a dormir entre violentos y asesinos. Por eso huyó de su lugar, su casa, se arroja hacia el viento. Dice:
Cuando decidí partir, dejar lo que amaba y era mío, sabía que no era para siempre, que no iba a ser una simple ausencia sino un acto irreparable, penoso y vergonzante, como una fuga. En realidad todas mis partidas fueron fugas. Creo que es la única forma de irse (2013a: 13)
Del mismo modo, el protagonista de “Los árboles”, al llegar a otra tierra distinta a la suya, mira los árboles de una nueva geografía, mira esas coníferas enhiestas de siempre cuidada y verde geometría. Los mira y los compara con los árboles de su lugar  de origen, esos árboles de troncos rotundos y torturados; de ramas, arcos y brazos caprichosos o gratuitos; de frondosas copas, anidados. Esos son los árboles de su infancia y su juventud. Son árboles cuyas formas esperan recibir el peso de los cielos, su agua torrencial, como si sus ramas fueran los brazos de alguien en larga espera. No son como esos nuevos árboles de la geografía desconocida a la que arriba, árboles con formas para sacudirse o eludir el peso de los cielos. Estos nuevos árboles son diferentes a los de su tierra originaria (2013b: 351). Es así como el viajero comprende que ya no está en su lugar sino que está en otro paisaje, en otro territorio. Al igual que el protagonista del La casa y el viento es un exiliado.

     En este sentido, Edward Said, en Reflexiones sobre el exilio, define al exilio como “una grieta imposible de cicatrizar impuesta entre un ser humano y su lugar natal, entre el yo y su verdadero hogar” (2005: 179).  Said también dice que es “un estado discontinuo del ser”, pues “los exiliados están apartados de sus raíces, su tierra, su pasado” (2005: 184). El pathos del esta experiencia reside por lo tanto en la imposibilidad de regresar al territorio de origen, en la pérdida del pasado. Ésta es pues la experiencia que sufren tanto el narrador de La casa y el viento como el protagonista de “Los árboles”, es la experiencia de la pérdida del hogar, de la casa. Así entonces la casa es otro elemento en común que aparece en ambos relatos. El narrador de la novela recuerda, por ejemplo, que su casa había sido edificada como quien planea su propia grandeza. Recuerda que va a dejar ese lugar, el lugar de sus perros, del secreto susurro de las hojas del parral, el del trabajo frente a un fuego alimentado por esa leña cortada para muchos años y que no vería arder (2013a: 20). Este último dato resalta sobre todo el modo abrupto en el cual el personaje tuvo que abandonar la casa. Los acontecimientos se precipitaron. Tuvo que huir. Del mismo modo, el protagonista del cuento recuerda que él siempre había querido construir una casa y tener hijos. Esa casa sería el hogar definitivo contra cuyos muros ninguna de las tormentas del mundo prevalecería (2013a: 364). La casa sería un refugio contra la intemperie. Esta última, en ambos relatos, es el espacio del viento, del frío, es el afuera de la casa. Ese es otro elemento en común entre ambos relatos. Estar en el exilio significa estar fuera de la casa, a la intemperie, a merced del viento.
     En la novela de Tizón, el viento suele estar asociado al frío y al miedo. Así, en uno de los momentos de su viaje, el narrador cuenta:
El aire acumulado en el desfiladero que habíamos dejado atrás acababa de nacer y convertido en viento, iba a asolar el páramo […] Era el atardecer, pronto sería la noche, y tal vez el viento, la nieve, la muerte comprobé en ese momento también que en este mundo, elegido como un tránsito, tampoco tenía cabida (2013a: 120-121).
Asimismo en otra parte de su relato menciona que “los asesinos, los locos, la sal, el viento[1] se habían apropiado de todo” (2013a: 120-121). En esta situación, la de los violentos y los asesinos, el narrador se ve obligado a abandonar su casa, su país, y se arroja hacia el viento, la intemperie, el exilio. Existe un adentro y un afuera, un interior y un exterior. El primero es el espacio del refugio, mientras que el segundo es el del exilio. De este modo, entonces, el narrador comienza a recorrer el camino del viento que no es ni más ni menos que el camino del exilio.

     Sin embargo, la connotación que tiene el viento en la novela de Tizón no es totalmente negativa sino que es más bien ambigua. El hecho de ser arrojado al viento es el que le permite al narrador conocer verdaderamente a la gente de su lugar, de su tierra, le da la oportunidad de cargar su corazón de imágenes para no contar ya su vida en años sino en montañas, en gestos, en infinitos rostros; nunca en cifras sino en ternuras, en furores, en penas y alegrías. “La áspera historia de mi pueblo”, dice el narrador (2013a: 13). En el camino del viento, del exilio, él tiene la oportunidad de conocer distintas casas, distintos refugios, tiene la oportunidad de vislumbrar otro país detrás del país que conoce. Si su casa es el espacio de la memoria que le permite recordar su patria, su lugar de origen, el viento es el espacio en el cual las otras voces de la memoria ingresan en su ser, es un modo de recordar otra patria más profunda que la que él mismo conoce.
     En las otras casas en las que se refugia a lo largo del camino del viento, tiene la posibilidad de calentar su cuerpo con otros fuegos. El fuego lo protege del frío, del viento, del exterior, de la intemperie, del exilio.
El frío, la helazón detiene esta vida tal como es: inerte y rígida, atroz; como un bulto que impide la libre ambigüedad de la memoria. Pero no el fuego. Todo lo que ha pasado por el fuego se convierte en incorpóreo y sigue viviendo (2013a: 125)
Según Zenobia, una de las personas que aloja al narrador durante su viaje, “sólo el frío mata. Sólo está muerto lo que está rígido, helado. No mata el fuego, sino el frío” (2013a: 113). El viento entonces es lo que puede matar, lo que puede enfriar los cuerpos, congelarlos, enrigidecerlos. Pero ambiguamente también es lo que incita al narrador a habitar en otras casas, en otras memorias, lo incita a escuchar las voces de su pueblo, de la gente de la tierra.
     La casa, el viento, el fuego, el refugio, la patria, el exilio, la memoria y el olvido son conceptos que constantemente se entrecruzan e interpelan en la novela de Tizón. Con respecto a los últimos dos conceptos, los de la memoria y el olvido, según Paul Ricoeur en La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido, la primera es un “ente del tiempo”, un ente que se desarrolla a lo largo del tiempo, en tanto que el segundo es “obra del tiempo destructor” (1991: 13). De manera similar, Marc Augé en Las formas del olvido, señala que “lo que queda (en la memoria) es el producto de una erosión provocada por el olvido. Los recuerdos son moldeados por el olvido como el mar[2] moldea los contornos de la orilla” (1998: 27). En ese sentido, entonces, ¿el viento de la novela de Tizón no es equiparable acaso al mar que menciona Augé? ¿No puede ser el viento tal vez un agente que erosiona los contornos de la tierra, de la montaña, de la casa? ¿No es el exilio erosionando la memoria? Es otra interpretación posible, el olvido erosiona la memoria de la misma manera que el viento lo hace con la roca, lentamente, con paciencia, como si tuviera toda una eternidad por delante. En “La caza”, otro de los cuentos de Héctor Tizón, piensa que el viento castiga a la tierra porque ella se da a todos; porque consiente que cualquiera, aun sin amarla, la hienda o la desgarre. “Por eso el viento ciego y furiosos sopla y a corroe hasta dejarla infértil, en puras piedras y arena” (2013b: 332).

     Del mismo modo que “Los árboles” es un relato  que habla acerca del exilio tal como lo hace La casa y el viento, es uno en el que la memoria y el olvido también aparecen, se entrecruzan e interpelan al lector. En él, ya habíamos visto de qué manera la casa, al igual que en la novela, era una suerte de refugio en la tierra de origen, era el lugar en el mundo que el protagonista tenía, en el cual vivía. En “Los árboles”, sin embargo, aparece otra casa, la casa que el protagonista tiene que habitar en el exilio. En ésta, las cosas le son ajenas, distintas e indiferentes. Es una casa fría y extraterritorial. Atrás ha quedado el paisaje propio, una nueva vida gris y ajena le pertenece, para siempre, es su holocausto personal (2013b: 352). Desde el exilio ya no hay posibilidad de regreso a la tierra de origen, a la casa propia. Con respecto a ella, el protagonista se pregunta si “el hogar, la casa, es verdaderamente sólo el sitio que un hombre deja atrás” (2013b: 355). En ese sentido, el narrador de La casa y el viento parece tener una respuesta para esta pregunta cuándo piensa que “la historia de un hombre es un largo rodeo alrededor de su casa” (2013a: 145), un hombre que siempre lleva su casa a cuestas siempre piensa en regresar a ella, nunca la deja atrás aunque al regresar ni él ni el lugar sean los mismos que cuando se fue.
     Pues bien, como se decía anteriormente, la casa es el espacio de la memoria. En este sentido, por lo tanto, el protagonista del cuento de Tizón, en la nueva casa, en el exilio, está fuera de su espacio de la memoria. Memoria y olvido, entonces, son otras de las dos variables que tienen en común estos relatos, tanto el cuento como la novela. Así es como, en “Los árboles”, el protagonista recuerda:
Lo había perdido casi todo, allá; y luego había logrado perder lo demás. […] y aún era él, con su memoria, con sus recuerdos, ahora por momentos más vivos quizá, ya que los recuerdos sólo se consumen viviendo, y él se obstinaba en esconderlos, taparlos. Vivir es olvidar[3]. Sonrió; toda su vida había pensado lo contrario (2013b: 355)
Desde este punto de vista, es interesante el contrapunto que existe entre la actitud de este personaje y el de otro de los cuentos de Tizón. En “Historia olvidada”, el hombre gordo, el personaje al cual se hace referencia, le dice a Remberto, su acompañante, que “quien no recuerda está muerto; vivir es recordar” (2013b: 251). Entonces, ¿vivir es olvidar o vivir es recordar? Sin duda, según lo que piensa el hombre gordo, el pintor exiliado de “Los árboles” es un hombre que está muerto, que no tiene vida, que no recuerda, un hombre que no tiene memoria. E incluso, el mismo protagonista de este segundo cuento aclara al final de su reflexión que “toda su vida había pensado lo contrario”, es decir, toda su vida había pensado que vivir es recordar.

     ¿Qué le pasó entonces que cambió de actitud? ¿Cuál fue o es el hecho traumático o doloroso que lo mueve a olvidar su pasado? Aparte del exilio, también puede pensarse en la muerte de un ser querido. En este sentido, a lo largo del relato se hacen algunas referencias a la muerte de un hijo. Se habla de “un hijo tempranamente fusilado” (2013b: 352), Se dice que “ya no tenía hijo, ni estaba ya en su casa como el lugar firme, soleado y libre” (2013b: 365). Con respecto a esta última frase, no hay que olvidar que, en el proyecto de vida del protagonista, la posesión de una casa propia y la existencia de un hijo estaban íntimamente ligadas a la idea de la felicidad. En el exilio ya no tiene ni la una ni al otro. El exilio es el espacio de la pérdida y de la soledad. Por lo tanto, también debe ser el del olvido. Así intenta imponérselo a sí mismo el pintor. Sin embargo, en la nueva casa que habita, esa casa fría y extraterritorial ubicada en una tierra de árboles extraños, no deja de estar presente la imagen de este hijo tempranamente perdido en un retrato que preside su estancia en el lugar. A pesar de sus esfuerzos por olvidar, el hijo no ha muerto, vive en su memoria.
     Ahora bien, ¿cómo intenta comenzar a vivir en el olvido el protagonista de este cuento? Lo hace a través de la visión del fuego. Recordemos que en La casa y el viento el fuego estaba asociado al refugio, a la memoria. Era lo que protegía del frío, lo que no mataba sino lo que brindaba la posibilidad de la vida. Era el espacio alrededor del cual circulaban las historias, en donde se mantenía viva la memoria de la gente de la tierra. Sin embargo, en “Los árboles” sucede algo distinto. Aquí, al pensar en su hijo, el pintor contempla el fuego y a través de las llamas ve su vida. Recuerda y piensa en “el fuego que en definitiva se alimenta de la tierra, estalla, nace y crece a costa de lo muerto; que se alimenta de la muerte” (2013b: 353). En la soledad, el fuego no está asociado a la vida sino a la muerte. Por lo tanto, tampoco merece asociarse a la memoria sino, por el contrario, al olvido. Tal vez por esto, el pintor se diga a sí mismo que todo, incluso él mismo, no merezcan “otro epitafio que el olvido, la lejanía sin regreso y el silencio” (2013b: 353). Otro de los fragmentos del mismo cuento en el cual el fuego está asociado a la muerte es aquel en el cual el protagonista, en el pasado, teme la llegada de los soldados a su casa. En el exilio, luego de echar algunas de sus pinturas al fuego, recuerda otra imagen semejante,
la de aquella tarde, frente a la hoguera en el patio de su antigua casa ya desierta. De un momento a otro llegarían en busca de libros, discos o papeles; pero los suyos ya habían comenzado a arder. Él con un palo recomponía el fuego para que ardiera mejor y de pronto una chispa le quemó la mano; instintivamente se llevó la mano a la boca y sintió que olía a muerte[4] (2013b: 358)
Echar las cosas al fuego es entonces hacerlas morir, es borrar la memoria del pasado, es vivir en el olvido. Fuego, olvido y muerte parecen estar íntimamente asociados.
     Sin embargo, hacia el final del mismo relato, el sentido simbólico del fuego parece cambiar y querer coincidir con el que tiene en La casa y el viento, el fuego como protección, como posibilidad de la memoria. Hacia el final del cuento, el protagonista comienza a recuperar cierto gusto por la vida a partir de su relación con Elke, una joven que iba algunos días a ordenar la casa como un favor hacia su propietario, el Doktor amigo del pintor. Es a partir de este cambio de actitud que tiene la posibilidad de mirar de otra manera un árbol que estaba junto a una de las ventanas de la casa, una ventana que siempre había permanecido cerrada como todas las otras. Por primera vez, el protagonista del cuento la abre y ve que
allí estaba el árbol, el mismo que esa noche había pintado en el centro de una tela; tan distinto, no un árbol como aquellos, los de toda su vida, de troncos torturados, caprichosos, de turbulenta copa al viento; sino un árbol que se elevaba balbuceante, como si rezara, o, mejor, como si cantara. Un árbol nuevo y semejante a algún otro árbol perdido de su infancia; que sin embargo estuvo allí, junto a la casa, no lejos de los otros que se agrupaban hacia los fondos en el bosquecillo junto al reguero del agua, y de los demás que flanqueaban el camino hacia los acantilados, pero que él nunca hasta entonces había visto (2013b: 370).
El pintor entonces contempla este nuevo árbol y lo hace suyo, abre las ventanas y sale de su ensimismamiento, y así como se apropia de este nuevo árbol también se apropia de la casa en la que habita. La casa que antes era fría y extraterritorial ahora es abierta y asoleada. El retrato que había sido olvidado, ahora también es vuelto a recordar, la vida que era olvido ahora es memoria. Y al volver a recordar, al volver a vivir, el pintor enciende “un buen fuego en la chimenea” (2013b: 371). El fuego, otra vez entonces, deja de estar asociado al olvido y a la muerte y vuelve a estarlo a la protección, la vida y la memoria. Así, al descubrir la forma de estos nuevos árboles de una tierra extraña distinta a la del origen, a la de la propia tierra, a la de su casa, el pintor recién puede comenzar a habitar en una nueva casa, la casa de su nueva tierra. De esta manera, el exiliado deja de ser un hombre que habita apartado de sus raíces, de su tierra y de su pasado y se transforma en un hombre que la conserva en su memoria, viva y palpitante.

Bibliografía
AUGÉ, Marc (1998). Las formas del olvido. Gedisa, Barcelona.
RICOEUR, Paul (1999). La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido. Arrecife, Madrid.
SAID, Edward (2005). Reflexiones sobre el exilio. Random House Mondadori, Barcelona.   
TIZÓN, Héctor (2013a). La casa y el viento. Alfaguara, Buenos Aires.
TIZÓN, Héctor (2013b). Cuentos completos. Alfaguara, Buenos Aires.   



[1] El destacado en cursiva no aparece en el texto original.
[2] El destacado en cursiva no aparece en el original.
[3] Los destacados en cursiva no pertenecen al original.
[4] La palabra destacada en cursiva no es propia del original

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