II
En una cena en Los infernales de Güemes, mi novia me sigue contando lo que sucedió
con el viudo de Myriam Stefford luego de la muerte de la aviadora. Me cuenta
que unos años después se casó con otra mujer. Esta mujer no era ni más ni menos
que Clotilde Sabatini, la hija de quien fuera el gobernador de Córdoba, Don
Amadeo Sabatini. Esta segunda historia vivida por el hombre en cuestión no es
menos trágica que la anterior, es más, tal vez sea más trágica aún. Es una
historia en la cual el amor y el odio se conjugan de manera irremediable. Me
cuenta mi novia que el viudo de Myriam Stefford le terminó arrojando ácido en la
cara a su segunda mujer. Cuando me cuenta esta historia tengo el presentimiento
de haberla escuchado antes, de tenerla guardada en alguno de los pliegues de mi
memoria. Cuando le pregunto de dónde conoce esa historia, ella me dice que se
la contó su abuelo, el mismo hombre que la llevó a visitar en su infancia el
famoso monumento anteriormente mencionado, el mismo que tomaba mates sentado en
la pirca que rodeaba a la construcción mientras sus nietas correteaban y
jugaban alegremente. Tengo un nuevo presentimiento, presiento que ese hombre
debe haber sido un sabio, uno de esos antiguos narradores de historias que ya
no quedan, uno de los encargados de conservar los mitos de la comunidad, uno de
los caminantes del desierto de lo conocido. Lo desconocido es una abstracción.
Lo conocido, un desierto. Pero lo conocido a medias, lo apenas vislumbrado, es
el lugar perfecto para hacer ondular el deseo y la alucinación. La historia
contada por un abuelo a su nieta que a su vez se la cuenta a su novio mientras
cena se inscribe dentro de lo apenas vislumbrado, es un acicate de la
curiosidad por descubrir el desierto de una tragedia cierta. El desierto es la
nada misma, el desierto lo es todo, el desierto es muchas cosas al mismo
tiempo.
Por lo que se sabe, el viudo de Myriam
Stefford incursionó desde joven en la política junto al líder radical Hipólito
Yrigoyen, lo cual era inusual en un hombre de clase acomodada como lo era él. Uno
hubiera pensado que un hombre así hubiera tenido que estar con los entonces
conservadores. Sin embargo, hay que admitir que este no era un hombre común y
corriente, no era un hombre como todos, era distinto, tenía una marca que tal
vez lo estigmatizaba de una manera u otra. Era el Caín de esta historia. Sin
embargo, cuando José Félix Uriburu derrocó al Yrigoyen en 1930, el entonces
marido de Myriam Stefford estuvo del lado del militar insurrecto, apoyó su
supuesta revolución, apoyó el primer golpe de estado de la historia argentina.
Pues bien, a pesar de esto, su militancia en el radicalismo quizás haya sido el
espacio que le permitió conocer a su segunda esposa, la hija del reconocido
gobernador cordobés. De la misma manera en que antes había apoyado el golpe de
Uriburu, poco después comenzó a combatir el régimen de la Década Infame. La publicación
de un artículo en un periódico opositor provocó su persecución por parte del
gobierno y determinó su exilio en Uruguay, pero allí tampoco estuvo tranquilo
ni pudo actuar libremente. La persecución política se extendió, el desierto lo
persiguió y lo alcanzó. Su adhesión a una huelga de protesta contra el gobierno
argentino, el uruguayo y el brasileño lo llevó a la cárcel en el otro lado del
Río de la Plata. La maleza lo envolvió. Lo envolvería más aún a lo largo de su
vida. La mala semilla se estaba originando.
En 1933, cuando murió Yrigoyen, alquiló un
tren al que vistió de luto y transportó desde Córdoba a los militantes
radicales que querían participar del cortejo fúnebre del gran líder fallecido.
Con gran dificultad había sido absuelto de las acusaciones que pesaban sobre él
y había vuelto al seno del radicalismo. Fue poco después de su liberación que
conoció a Clotilde Sabattini, quien finalmente sería su segunda esposa. En ese
momento, ella tenía tan solo 17 años y era 20 años menor que él. En 1935 se
casaron de manera secreta. Este hecho inesperado marcó la ruptura de la amistad
del marido de Clotilde con Don Amadeo Sabattini, su padre. Durante el comienzo
de la década del 40 vivieron exiliados en Montevideo a causa de la persecución
que sufrían por parte del entonces gobierno conservador. Tuvieron tres hijos. A
fines de esa década, regresaron al país, pero la relación entre el matrimonio
ya no era buena. Las desavenencias y los altercados entre ambos provocaron
incluso que Alberto Sabattini, el hermano de Clotilde, se batiera a duelo con
el ex amigo de su padre. En ese enfrentamiento, los dos duelistas resultaron
heridos de bala. Al pensar en este hecho, uno imagina que un duelista no es ni
más ni menos que un hombre que está dispuesto a dar su vida por un motivo que
para los otros tal vez sea nimio pero que para él es de la más suma
importancia. En esos casos, no sólo está en juego el honor propio sino también
el de toda una familia. La tradición del duelo a muerte entre dos combatientes se
remonta a la más lejana antigüedad. Desde el principio de los tiempos, los
hombres se enfrentaron por causas que según ellos dañaban tanto su buen nombre
como el de su familia, tanto su reputación como la de los suyos. Como puede
verse en esta historia, la tradición del duelo se extendió hasta bien entrado
el siglo XX. En la novela Dos hermanos
de Milton Hatoum se cuenta como Halim, el patriarca de la familia que
protagoniza la historia, se bate a duelo en la plaza pública de Manaos contra
un hombre que se ha atrevido a difamarlo diciendo que andaba en grandes
romances con las indias, con sus empleadas y con las demás mujeres del
vecindario. Se cuenta como el difamador decía incluso que Halim “bendecía” a
muchos chicos de la zona. Por supuesto, el honor del hombre estaba dañado y
debía, de alguna forma, ser reparado. Uno piensa entonces que, en cierta
medida, un duelo es el juicio que Dios establece entre los hombres a partir de
un combate a muerte. Dios siempre le da la razón al que sobrevive o al que sale
victorioso. Un duelo puede incluso extenderse durante toda una vida. En la
novela El duelo, por ejemplo, Joseph
Conrad narra la historia de dos soldados del ejército de Napoleón que se baten
a duelo en diversas ocasiones desde su juventud hasta su vejez. Un duelo puede
ser definido entonces como un combate en el cual dos hombres se enfrentan con
el fin de reparar los daños causados a su reputación y a su honor, como así
también a los de su familia. Así es como uno se pregunta cuál habrá sido el
motivo que llevo a Alberto Sabattini a retar a duelo al marido de su mujer,
cómo habrá sido dañado el honor de su familia, cuál habría sido el mal que el
hombre le habría causado a su hermana. Lo desconocido nuevamente se hace
abstracción. Sólo nos resta vislumbrar el desierto de lo conocido, un desierto
que nace entre el deseo y la alucinación, en ese difuso límite entre lo que se
quiere saber y lo que se imagina, un desierto que nace a partir de lo que
permanece oculto a la memoria de los hechos, que permanece en el terreno de lo
inmemorial inolvidable, en el terreno de aquello que debiendo ser recordado sin
embargo es olvidado.
En 1953 el matrimonio se quebró
definitivamente. Esta situación se extendió hasta el 16 de agosto de 1964, con
continuas idas y vueltas. Desde casi el principio de la relación la pareja
había vivido entre constantes separaciones y reconciliaciones. Ese día parecía
ser el día final, el día en que se concretaría finalmente una separación para
siempre. Ese día Clotilde fue citada por su marido junto a sus abogados en un
departamento en el centro de la ciudad de Buenos Aires con el fin de ultimar
los detalles de un divorcio que llevaba años de intermitencias e
interrupciones. Se cuenta que al finalizar la reunión, cuando Clotilde se
estaba levantando del sillón en el que había estado sentada, el hombre tomó un
vaso en el que aparentemente había agua (aunque algunos dicen que parecía
whisky) y se lo arrojó a la cara. Era ácido. Hay muchas versiones acerca de que
tipo de ácido podría haber sido. Algunos dicen que era ácido sulfúrico, otros
que era clorhídrico, yo imagino que era vitriolo. En un principio, la cara de
Clotilde permaneció rosada y simétrica, pero a medida que pasaban los segundos
se fue desintegrando. El rostro de la mujer se fue transformando en un
desierto, en un páramo desolado, en un territorio arrasado por la lava
volcánica, en un espacio donde ninguna semilla volvería a germinar jamás. La mala
semilla se había implantado en su ser y la había transformado en una mujer que
había perdido su rostro. Era un desierto que había nacido de una mala semilla,
la semilla que conjuga el amor y el odio en un mismo sentimiento. Un divorcio
es un hecho impensable cuando existe amor, es el recurso más fácil cuando hay
odio, pero es una tragedia cuando los dos sentimientos conviven al mismo
tiempo. El ácido había sido arrojado de abajo hacia arriba. Clotilde se había
puesto de pie con sus abogados, convencida de que la reunión con su marido
había finalizado. Todavía se encontraba con cierto temor, pero tenía la
esperanza de haber resuelto definitivamente el problema de una interminable
separación. Su ahora ex marido había permanecido sentado y sonriente mientras
se servía de una jarra un líquido que parecía agua. Sorpresivamente, sin mediar
ninguna palabra ni ningún gesto, le había arrojado el líquido a la cara de la
mujer. El daño había sido hecho. Cuando los abogados de Clotilde notaron el
tenor de la agresión, la subieron en uno de los autos de ellos y la llevaron
presurosamente al hospital. Mientras el vehículo intentaba circular con cierta
velocidad, el ritmo de la ciudad continuaba con su parsimoniosa rutina, sin
percatarse de que adentro del auto una tragedia de años estaba causando sus
efectos. Al mismo tiempo, el agresor de Clotilde ingresaba a su habitación en
el departamento, se vestía con una robe
de chambre ostentosa, se servía un vaso de whisky, tomaba unos tragos y se
disparaba en la sien con un 38 largo. Era el fin.
A
pesar de las cirugías reconstructivas, el rostro nunca volvió a ser el mismo,
la mujer nunca volvió a ser igual, otra vida comenzó para ella. Sobrevivió
muchos años a la agresión que terminó marcando definitivamente su vida hasta
que finalmente se suicidó arrojándose por la ventana del mismo departamento en
el cual había sido atacada, del mismo departamento en el cual se había
suicidado el hombre que había desintegrado su cara. Uno de los hijos de ambos,
que tuvo la desgracia de ser testigo del final de la tragedia, escribió esta
historia en una novela titulada El
desierto y la semilla. Muchos años después, en 2001, tres años luego de que
la novela fuera publicada por un autor que había costeado su propia edición, el
hijo también se suicidó tirándose, al igual que su madre, desde el balcón de un
edificio en la ciudad de Córdoba. Su hermana también se había suicidado años
antes. En la solapa de su novela, había escrito como si fuera un presagio: “Una
gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer
suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se
convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las
personas corren a cerrar la ventana cada vez que entró a una habitación que
está a más de tres pisos”. El desierto avanza, nunca se detiene. La maleza,
también avanza, tampoco se detiene. El desierto es la maleza. La maleza es el
desierto. La naturaleza se ríe de las vanas pretensiones de los hombres. Sólo
lo salvaje es eterno, sólo lo salvaje persiste.
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