El
bueno coloca una piedra en medio de la superficie agrietada del cementerio. En
ella ha escrito el nombre de la tumba en la cual está enterrado el tesoro.
Retrocede unos pasos. El feo y el malo lo miran. Luego se miran con suspicacia
entre ellos. El malo toma su arma. Ingresan en la superficie en medio del
camposanto. Los tres hombres caminan lentamente en círculos con sus manos
apoyadas en la culata de sus revólveres. Se miran constantemente a los ojos.
Una tensión silenciosa crece entre ellos. Se distancian de manera simétrica sin
haberlo acordado anteriormente. Parece existir un código secreto entre ellos. La
superficie agrietada resplandece bajo un sol tremendo, las espaldas de los
hombres aguantan el calor del desierto. Las cruces del cementerio los observan.
En medio del silencio, se escucha el graznido de los cuervos. Los tres hombres
están parados a una distancia equidistante. El tiempo se detiene. El feo sigue
con su mano izquierda apoyada en el revólver. El bueno tiene sus manos sueltas,
relajadas, como si el asunto ya estuviera resuelto. Los ojos del malo se
encuentran casi fuera de sus órbitas, ansiosos. El bueno mantiene un cigarro
entre la comisura de sus labios. El feo lo mira de costado. Disimula su
nerviosismo. Tiembla ligeramente aunque nunca fue un hombre cobarde. El malo
sigue mirándolos con ansiedad. Aproxima lentamente la mano derecha a su arma.
El tiempo se hace eterno. El bueno sigue contemplándolos con tranquilidad. El
malo mira a uno y al otro. ¿Quién disparará primero? Juguetea con sus dedos,
los prepara para el enfrentamiento inminente. El feo apoya sus manos en el
cinturón lleno de balas. Quiere simular tranquilidad. ¿Quién es el más
peligroso? El malo respira con cierta agitación. El bueno sigue calmo, con el cigarro
aún en la comisura de sus labios. El feo mueve lentamente su mano derecha hacia
el arma en su costado izquierdo. Transpira copiosamente. Los hombres se miran,
se evalúan. ¿A quién le dispararé? ¿Quién me disparará? Todo sea por el oro. El
feo mira alternativamente a uno y al otro. Sus ojos van para un costado y el
otro. El malo los abre desmesuradamente. Los ojos del feo, por el contrario, se
achican. Los del bueno permanecen iguales, sin abrirse ni cerrarse. Miran
fijamente hacia el frente. Los del malo parecen a punto de salirse de sus
órbitas. Los hombres se miran. Las manos permanecen al costado de sus armas.
Las del feo y las del malo, tensas. Las del bueno, relajadas. El feo desenfunda
primero. El malo le sigue. Pero el bueno es quien dispara primero. El feo cae
herido al costado una tumba abierta y vacía. La tumba en la cual el malo había
cavado creyendo que allí estaba enterrado el tesoro. El malo intenta disparar
repetidas veces. Las balas no salen de su arma. Estaba vacía. Se la había dado
el bueno. Había sido víctima de su astucia. El feo intenta levantarse y
disparar contra el bueno, pero éste lo remata con un nuevo disparo. El feo
muere y cae dentro de la tumba vacía. El malo queda a merced del bueno.
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