domingo, 9 de agosto de 2015

En viaje a Ítaca. El sentido de la poesía

Muchas veces uno se pregunta cuál es la función de la poesía, para qué sirve, qué sentido tiene en un tiempo que parece prescindir de la necesidad de la poesía en la vida de los hombres. Quizás la mejor manera de encontrar respuesta para estos interrogantes será recurrir a las palabras de los mismos poetas. ¿Quién mejor que ellos para señalar cuál es el sentido de la poesía? Por ejemplo, Octavio Paz, hablando de todos los escritores en general y no sólo de los poetas, en un artículo titulado “Nuestra lengua” expresa que “el escritor dice […] lo indecible, lo no dicho, lo que nadie quiere o puede decir”[1]. De la misma manera, y casi en consonancia con lo expresado por Paz, Juan Gelman, en otro artículo titulado “Notas al pie”, señala que el poeta busca en la lengua lo que la lengua niega, intenta encontrar en la palabra lo que separa a la lengua del lenguaje. Pero no sólo eso, ya que también reconoce en el poeta, no a un pequeño dios, tal como lo quería Vicente Huidobro, sino apenas a “un mendigo de la magia que siempre se da por accidente, el perseguidor de una nota que se sabe que no existe”[2]. Ahora bien, ¿qué quiere decir buscar en la lengua lo que la lengua niega, decir lo indecible, encontrar en la palabra lo que separa a la lengua del lenguaje? En principio parece que el poeta dice las cosas de una manera diferente a cómo se dicen habitualmente, las dice de un modo en las que no han sido dichas antes, hace tomar conciencia de realidades que antes no eran tomadas en cuenta. Sin embargo, estas respuestas que nos brindan tanto Paz como Gelman no parecen ser del todo satisfactorias, pues uno se sigue preguntando para qué sirve decir las cosas de otra manera, para qué sirve crear nuevas realidades.

     Quizás entonces podamos encontrar una respuesta más completa a estos interrogantes en la poesía misma de otro poeta, quizás la podamos hallar en las composiciones poéticas de Horacio Castillo. Por ejemplo, en “Arte poética”, el primer poema de Materia acre (1974), su primer libro reconocido, equipara a la poesía con un vómito del cual sale una materia acre, uno expulsa lo que viene desde adentro “hasta quedar vacío, sólo reseca la piel / odre para colgar del primer árbol / extenuada matriz de lo volátil, acaso de la luz”. Tal vez uno, ingenuamente, podría pensar que esa materia acre que surge del vómito es producto del asco, sin embargo no es así, pues lo que proviene desde dentro es lo que nos deja vacíos pero al mismo tiempo lo que surge a la luz. Esto sería, entonces, en principio, la poesía: el arte de hacer surgir a la luz lo que viene desde adentro. No obstante, éste es sólo un breve esbozo inicial para responder a la pregunta que nos interesa, es sólo un comienzo para intentar saber cuál es el sentido de la poesía. La respuesta a esta pregunta es una respuesta que se va reelaborando en cada una de las composiciones poéticas de Castillo a través del tiempo, en algunos casos se le otorga continuidad a una determinada visión de la realidad poética, mientras que en otros se les da una nueva vuelta de tuerca. En muchos casos, se recurre a referencias mitológicas o culturales griegas que se proyectan hacia el plano existencial de cualquier ser humano en cualquier lugar y época de su historicidad. El objeto de la poesía de Castillo tiene que ver sobre todo con la existencia del ser humano, intenta afirmar la eternidad de esa existencia, siempre dice sí a lo que posiblemente este más allá. Desde este punto de vista, el mismo Castillo señala en “El poeta en las postrimerías” que en el arte y en la poesía la polaridad entre la conciencia del caer y la esperanza de renacer se manifiesta en una exaltación de lo humano, por un lado, y en una nostalgia de lo divino, por el otro[3].

     Pues bien, si tenemos en cuenta tanto las referencias de la poesía de Castillo a la mitología griega como la admiración que profesa por Konstantinos Kavafis, podemos vincular su obra con el poema “Ítaca”, una de las composiciones más conocidas y difundidas del poeta griego. Aquí, el lugar al que pretende regresar el héroe Odiseo tras su extensa jornada a través de los mares funciona como una metáfora acerca de la sabiduría que se adquiere durante el largo viaje de la vida. Cuando hablamos de metáfora, recordemos que ésta no sólo es una figura retórica que sirve para embellecer una composición poética sino que más bien instaura una nueva manera de ver la realidad, es un mecanismo creador de nuevos mundos imaginativos, a través de la metáfora, en la poesía se recrea el mundo, se crea nuevamente de otra manera, se crea de un modo original. En ese sentido, en oposición a lo que pensaba Gelman, el poeta no sea tan sólo “un mendigo de la magia que siempre se da por accidente”, sino que, tal vez, como lo pretendía Huidobro, se un pequeño dios, o al menos, un hombre tocado por el soplo de lo divino. Sin dudas, esta idea nos recuerda al poema de Castillo “El dios está en mí” pues en él se recurre a la sensación de que es un dios quien le dicta sus acciones al hombre, es un dios quien le dice que baile y quien hace que su pie se ponga en movimiento. De la misma manera, entonces, también puede ser un dios quien le dicta al poeta los versos que vuelca en sus escritos. Sin embargo, en un momento dado, el dios calla y deja al hombre a ciegas, lo deja en la más absoluta soledad, y el hombre busca vanamente su punto de equilibrio, un sitio para apoyar su pie. Así, por lo tanto, el poeta es en algunas ocasiones un pequeño dios que se satisface en la creación de nuevos mundos, mientras que en otras es el mendigo que busca de una manera u otra alcanzar lo absoluto de la divinidad sin lograr hacerlo.
     De todas maneras, el hombre, el poeta, no sólo puede ser percibido como un pequeño dios sino que también puede serlo como un viajero a través del viaje de la vida. En este sentido, en la Introducción de la antología Por un poco más de luz (2005), Esteban Nicotra menciona que “uno de los mitos arquetípicos de la poesía de Castillo es el del viaje”[4]. Para abordar esta interpretación, tal vez sea útil retornar al poema anteriormente mencionado de Kavafis, tal vez sea útil retornar a Ítaca. Como se decía anteriormente, en este poema, la mención del lugar al cual pretende regresar Odiseo puede ser vista como una metáfora de la sabiduría que el hombre adquiere a lo largo de su experiencia vital, una experiencia vital que en cierta manera es un viaje. Al comienzo de su poema, el poeta nos recomienda “Cuando te encuentres de camino a Ítaca, / desea que sea largo el camino, / lleno de aventuras, lleno de conocimientos”; es decir, nos recomienda que cuando nos encontremos en el camino de la vida, deseemos que sea una vida larga y plena de experiencias, nos recomienda que vivamos como si estuviéramos viajando. De la misma manera, el final del poema, el poeta también nos aconseja “Ten siempre en tu mente a Ítaca. / La llegada allí es tu destino. / Pero no apresures tu viaje en absoluto. / Mejor que dure muchos años, / y ya anciano recales en la isla, / rico con cuanto ganaste en el camino, / sin esperar que te dé riquezas Ítaca. / Ítaca te dio el bello viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino. /Pero no tiene más que darte. / Y si pobre la encuentras, Ítaca no te engañó. / Así sabio como te hiciste, con tanta experiencia, / comprenderás ya qué significan las Ítacas”. En este sentido, el viaje es un viaje hacia la experiencia, hacia la sabiduría, un viaje en el cual no importa tanto llegar a destino como tan sólo haber viajado, un viaje en el cual el recorrido es la ganancia.

     En la poesía argentina, las referencias a la aventura de Odiseo y su ansiado lugar de origen son muchas. En el “Arte poética” de Jorge Luis Borges, por ejemplo, se pueden leer los siguientes versos: “Cuentan que Ulises, harto de prodigios, / lloró de amor al divisar su Ítaca / verde y humilde. El arte es esa Ítaca / de verde eternidad, no de prodigios”. De mismo modo, “Los pies de Ulises” de Angela Gentile, un poema que se puede leer en una página de internet que casualmente (o no tanto) se titula Tuerto rey, comienza diciendo “Fui devorado por el mar, / pero mis pies memorizaron Ítaca, su hierba y el misterio condenado a mí. / Por ellos regresé multiforme y primitivo de sandalias”. Asimismo, en la obra poética de Horacio Castillo también existen veladas referencias al largo viaje del héroe griego. Con respecto a “Un caballo canta sobre la tierra”, por ejemplo, Pablo Anadón, en un ensayo titulado “El horizonte de la esfera”, señala que el primer verso de este poema, aquel que reza “No hay que atarse a un árbol”, evoca vagamente la aventura de Ulises con las sirenas[5]. Desde este punto de vista, no es vano recordar que, en el último capítulo de su tratado estético Descenso y ascenso del alma por la belleza, Leopoldo Marechal también refiere este famoso episodio. Allí se menciona como la hechicera Circe le advierte a Odiseo acerca de las sirenas que atraen al viajero con sus cantos y despedazan al que las escucha y desciende a ellas. Por eso le aconseja al héroe que, cuando pase frente a ellas, se encadene de pies y manos al mástil del navío, pues de esta manera podrá gozar sin riesgos de las voces armoniosas de las bellas pero feroces criaturas[6]. Así, mientras Castillo en su poesía recomienda “no atarse al árbol”, Marechal en su tratado aconseja todo lo contrario, aconseja “encadenarse de pies y manos al mástil”. En este sentido, el canto de las sirenas equivale al abismo, por lo tanto, puede pensarse que en tanto que la Circe de Marechal aconseja contemplar el abismo pero no sumergirse en él pues de esta manera el viajero, sin correr peligro alguno, podrá saber, según palabras de Homero, “todo lo que acontece en el vasto universo” y volverá más instruido a su patria, el yo lírico de “Un caballo canta sobre la tierra” prefiere recorrer el camino hacia las profundidades, prefiere dirigirse hacia el interior. Sumergirse en lo profundo implica “abrir los oídos, preparar la visión, / inhalar el vapor que sube del abismo”. De la misma manera, oponiéndose a la idea de Borges esbozada en su “Arte poética”, el yo lírico del poema de Castillo concluye que “Una vez a cada hombre es dado este prodigio”, el prodigio de poder sumergirse en el abismo, de poder dirigirse hacia lo más lejano. El hombre ansía “la verde eternidad” de Ítaca, pero para acceder a ella quizás deba esperar un prodigio. Tal vez sea por esto que, en “Apuntes para una gnoseología poética”, el propio Castillo reconoce que “toda obra de arte es abisal. Vive en el abismo y se crea en el abismo. Esa es su patria: lo desconocido”[7]. El abismo con sus profundidades, con sus misterios indescifrables, es entonces el destino de cualquiera que se pretenda artista. Sin embargo, para arribar al abismo es preciso dejarse caer, soltar amarras, dar un salto de fe. En ese sentido, el arte es profundamente religioso, milagroso, prodigioso. Arribar al abismo implica siempre tener una visión, implica, según lo que menciona Pablo Anadón cunado explica el significado del término Vitriol, descender a las entrañas de la tierra y encontrar la piedra fundamental de la obra[8].

     Desde este punto de vista, puede decirse, por lo tanto, que el poeta es un viajero que viaja hacia el abismo, un viajero en búsqueda de lo absoluto, aunque tampoco deja de ser nunca uno que intenta regresar a su lugar de origen. Esta idea se encuentra presente en algunos de los poemas de Castillo cuando se recurre al fenómeno de una posible transmigración de las almas. Por ejemplo, en los fragmentos 19 y 20 de “Sphairon”, el yo lírico presiente que “por donde la muerte entró en la vida la vida entrará en / la muerte / […] habiendo aprendido a reír, entre enjambres de almas / por nacer” y concluye dirigiéndose a un interlocutor ficticio “y eliges para reencarnar el ave que los hombres llaman / pelícano / y los dioses Salvador”. La existencia entonces es la esfera en la cual el ser gira para volver a ser otro, es la esfera a través de la cual se supera la muerte y se ingresa en la eternidad. Por otra parte, de manera complementaria al fenómeno de la transmigración de las almas, en la poesía de Castillo no deja de estar presente el fenómeno de la muerte. Según Pablo Anadón, “aquí nos acercamos nuevamente a la problemática frente a la cual la lírica de Horacio Castillo alcanza su mayor intensidad”[9]. Así es que en varios de sus poemas se menciona la “carroña”. En “Metamorfosis”, por caso, el yo lírico se identifica con “la hiena que estira su hocico hacia la noche / y se acuesta jadeante junto a la celeste carroña”. Asimismo, en “Amanecer junto al árbol de la carroña” lo hace con los blancos cuervos que, espantando la nada, soplan la trompeta de la descomposición, inmóviles junto al árbol de la carroña. Hienas, cuervos, criaturas que siempre rondan alrededor de las cosas muertas. En este punto, en el de la mención de la carroña, Pablo Anadón se permite disentir en su interpretación tanto con Cristina Piña como con Ricardo Herrera. La primera supone que la carroña refiere “la crítica devastadora de cualquier ilusión respecto del poder transformador de la palabra poética”[10], mientras que el segundo piensa que los últimos dos versos de “Metamorfosis” representan el temor al proceso orgánico de la descomposición, un temor que “le dicta al poeta su anhelo de metamorfosearse en animal para no ser consciente de él”[11]. Por el contrario, Pablo Anadón señala que “justamente aquí podemos observar hasta qué punto llega la fe en el poder transformador de la poesía”, pues no es la descomposición lo que es lo más temido sino la nada Según el mismo Anadón, “la nada es aquello que aterroriza, que paraliza la voz o en cambio la hace cantar en el vacío […] para que la muerte total no tenga dominio”[12]. Sin dudas, quien se pretenda poeta debe optar por la segunda opción, debe cantar para conjurar el poder de la muerte, debe cantar para invocar la resurrección. Es por eso que la carroña no debe ser vista como el triunfo de la muerte sino todo lo contrario, es la materia a partir de la cual se regenera la vida. Por lo tanto, desde esta perspectiva, puede pensarse que la función última de la poesía es “espantar la nada, soplar la trompeta de la resurrección […] llevar a cabo, imaginativamente, la más extrema transformación, la de la muerte en vida”[13].

     Así, de esta manera, el poeta es un viajero que para superar la muerte se dirige hacia lo absoluto. Sin embargo, en este viaje, muchas veces puede sentirse una sensación de fracaso, muchas veces lo absoluto puede parecer inalcanzable. Esta idea también encuentra su lugar en la obra de Castillo. En “Salto”, por ejemplo, se muestra las sensaciones de un hombre puesto a saltar en paracaídas, puesto a dejarse caer en el abismo con solo un pedazo de tela que lo retenga en el aire. Y en los últimos dos versos del poema, aquellos que rezan “caemos vertiginosamente contra la superficie / ávidos todavía de un aire que no es nuestro”, se representa la imposibilidad de asir un aire que en cierto modo es lo que se pretende absoluto. Del mismo modo, en “Expedición al Everest”, los escaladores que ascienden hacia la cima de la montaña más alta del mundo sienten como ese cielo al cual intentan acercarse sigue estando todavía demasiado lejano, sigue estando en el mismo lugar que antes como si nunca hubieran hecho un paso hacia arriba. No obstante, el camino hacia lo absoluto es inevitable. Y así lo expresa el poeta también en otra composición, así lo expresa en “La aventura de Marco Polo” cuando, ante la presencia de “esta inmensa bóveda / donde se suceden diariamente luces y sombras, / sombras y luces que debemos renunciar / insaciable el ojo, incólume el corazón”. Es decir, tal vez deberíamos renunciar a la luces y sombras que se mueven bajo la bóveda en la cual habitamos, pero, sin embargo, no lo hacemos, no lo hacemos porque ni nuestra vista ni nuestro corazón nos lo permiten, no lo hacemos porque pretendemos atravesar el abismo, porque pretendemos arribar a lo absoluto. En “Navegante solitario”, el poeta sigue siendo un viajero que navega hacia el oeste y se aleja de todo, es un viajero que deja atrás toda señal de vida, es un viajero que se dirige hacia la nada para intentar superarla. El poeta es como ese Odiseo que tal vez, cuando lo llamaban las sirenas, no se debería haber amarrado al mástil del barco con el fin de superar los límites de lo sabido y lo permitido. Al amarrarse al mástil apenas si ha vislumbrado lo incomprensible, apenas si lo ha visto entre las sombras del mundo. Quizás si no se hubiera amarrado, lo hubiera alcanzado, hubiera visto lo que hay detrás del abismo, hubiera arribado a la nada y la hubiera superado.
     Así, entonces, puede decirse, en principio, que la función de la poesía en un mundo que parece no necesitar de ella, su sentido, es provocar la salida del sí mismo y, según lo que expresa Castillo en “Estrabón, Libro XV”, “comerciar con todas las materias del sueño”. No obstante, otro Castillo, Abelardo, el narrador, parece pensar que el salir de sí mismo no es la única función de la literatura y, por tanto, de la poesía, sino que también tiene otra función, otro sentido que debe ser cumplido en este mundo aquí y ahora. En un artículo titulado “Lugar del escritor”, Abelardo Castillo coincide con la idea de que en un mundo en las postrimerías, en un mundo que atraviesa una crisis universal de sentido, en un mundo posmoderno que arriba al final de la historia y a la muerte de las utopías, la literatura parece no tener ningún sentido, parece no tener ninguna función, parece no servir para nada. Sin embargo, esta sería la respuesta más fácil de esbozar ante semejante problemática. Por lo tanto, Abelardo decide ahondar en el asunto y buscar otra respuesta, una respuesta más satisfactoria para quien se reconozca como escritor, como poeta, como artista. Y en esta segunda respuesta, la que él dice que actualmente “parece no estar de moda”, reconoce que el sentido de la literatura, de la poesía, del arte, es imaginarle un sentido a un mundo sin sentido, es recuperar el centro de la existencia[14]. De esta última manera, lo expresa Horacio Castillo, el poeta, en “El poeta en las postrimerías” al decir que “cuando la ruina se ha consumado, cuando ya no hay centro, el Espíritu debe recuperar su propia gravedad, convertirse él mismo en Centro […] esa instauración del Espíritu como centro del mundo gracias a la cual tendremos nuevamente destino, puede que tengamos porvenir”[15]. Así, desde esta perspectiva, por lo tanto, la poesía como expresión artística podría recuperar su carácter religioso, es decir, aquel carácter que religa la imaginación con la realidad con el fin de crear un mundo mejor, con el fin de hacer que el poeta sea un hombre que ocupa su lugar en el espacio de la utopía.                 
    



[1] PAZ, Octavio: “Nuestra lengua” en La Jornada, México, 8-4 -1997.
[2] GELMAN, Juan: “Notas al pie” en Revista Ñ, Nro. 54, 9-10-2004.
[3] CASTILLO, Horacio: “El poeta en las postrimerías” en Por un poco más de luz: Obra poética 1974-2005, Córdoba, Brujas: 2005, pág. 169.
[4] NICOTRA, Esteban: “Introducción” en Por un poco más de luz: Obra poética 1974-2005, Córdoba, Brujas: 2005, pág. 10.
[5] ANADÓN, Pablo: “El horizonte de la esfera. Lectura de la poesía de Horacio Castillo” en La poesía en el país de los monólogos paralelos, Córdoba, Brujas: 2014, pág. 190.
[6] MARECHAL, Leopoldo. Descenso y ascenso del alma por la belleza. Buenos Aires, Citerea: 1965.
[7] CASTILLO, Horacio: “Apuntes para un gnoseología poética” en Por un poco más de luz: Obra poética 1974-2005, Córdoba, Brujas: 2005, pág. 177.
[8] Obra citada, pág. 189.
[9] Obra citada, pág. 202.
[10] PIÑA, Cristina: “Estudio preliminar” a Poesía argentina de fin de siglo, Vinciguerra, Buenos Aires, pág.37. y “La precisión desaforada”, en Fénix, Nro. 5, Abril de 1999, citado por ANADÓN, Pablo en obra citada, pág. 203.
[11] HERRERA, Ricardo: “Amanecer junto al árbol de la carroña” en La hora epigonal, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1991, pág. 68, citado por ANADÓN, Pablo en obra citada, pág. 203.
[12] Obra citada, pág. 203.
[13] Obra citada, pág. 204.
[14] CASTILLO, Abelardo: “Lugar del escritor” en Ser escritor, Buenos Aires, Seix Barral: 2007, pág. 20.
[15] Obra citada, pág. 174.

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