Muchas
veces uno se pregunta cuál es la función de la poesía, para qué sirve, qué
sentido tiene en un tiempo que parece prescindir de la necesidad de la poesía
en la vida de los hombres. Quizás la mejor manera de encontrar respuesta para
estos interrogantes será recurrir a las palabras de los mismos poetas. ¿Quién
mejor que ellos para señalar cuál es el sentido de la poesía? Por ejemplo,
Octavio Paz, hablando de todos los escritores en general y no sólo de los
poetas, en un artículo titulado “Nuestra lengua” expresa que “el escritor dice
[…] lo indecible, lo no dicho, lo que nadie quiere o puede decir”[1].
De la misma manera, y casi en consonancia con lo expresado por Paz, Juan
Gelman, en otro artículo titulado “Notas al pie”, señala que el poeta busca en
la lengua lo que la lengua niega, intenta encontrar en la palabra lo que separa
a la lengua del lenguaje. Pero no sólo eso, ya que también reconoce en el
poeta, no a un pequeño dios, tal como lo quería Vicente Huidobro, sino apenas a
“un mendigo de la magia que siempre se da por accidente, el perseguidor de una
nota que se sabe que no existe”[2].
Ahora bien, ¿qué quiere decir buscar en la lengua lo que la lengua niega, decir
lo indecible, encontrar en la palabra lo que separa a la lengua del lenguaje?
En principio parece que el poeta dice las cosas de una manera diferente a cómo
se dicen habitualmente, las dice de un modo en las que no han sido dichas
antes, hace tomar conciencia de realidades que antes no eran tomadas en cuenta.
Sin embargo, estas respuestas que nos brindan tanto Paz como Gelman no parecen
ser del todo satisfactorias, pues uno se sigue preguntando para qué sirve decir
las cosas de otra manera, para qué sirve crear nuevas realidades.
Quizás entonces podamos encontrar una
respuesta más completa a estos interrogantes en la poesía misma de otro poeta,
quizás la podamos hallar en las composiciones poéticas de Horacio Castillo. Por
ejemplo, en “Arte poética”, el primer poema de Materia acre (1974), su primer libro reconocido, equipara a la
poesía con un vómito del cual sale una materia acre, uno expulsa lo que viene
desde adentro “hasta quedar vacío, sólo reseca la piel / odre para colgar del
primer árbol / extenuada matriz de lo volátil, acaso de la luz”. Tal vez uno,
ingenuamente, podría pensar que esa materia acre que surge del vómito es
producto del asco, sin embargo no es así, pues lo que proviene desde dentro es
lo que nos deja vacíos pero al mismo tiempo lo que surge a la luz. Esto sería,
entonces, en principio, la poesía: el arte de hacer surgir a la luz lo que
viene desde adentro. No obstante, éste es sólo un breve esbozo inicial para
responder a la pregunta que nos interesa, es sólo un comienzo para intentar
saber cuál es el sentido de la poesía. La respuesta a esta pregunta es una
respuesta que se va reelaborando en cada una de las composiciones poéticas de
Castillo a través del tiempo, en algunos casos se le otorga continuidad a una
determinada visión de la realidad poética, mientras que en otros se les da una
nueva vuelta de tuerca. En muchos casos, se recurre a referencias mitológicas o
culturales griegas que se proyectan hacia el plano existencial de cualquier ser
humano en cualquier lugar y época de su historicidad. El objeto de la poesía de
Castillo tiene que ver sobre todo con la existencia del ser humano, intenta
afirmar la eternidad de esa existencia, siempre dice sí a lo que posiblemente
este más allá. Desde este punto de vista, el mismo Castillo señala en “El poeta
en las postrimerías” que en el arte y en la poesía la polaridad entre la
conciencia del caer y la esperanza de renacer se manifiesta en una exaltación
de lo humano, por un lado, y en una nostalgia de lo divino, por el otro[3].
Pues bien, si tenemos en cuenta tanto las
referencias de la poesía de Castillo a la mitología griega como la admiración
que profesa por Konstantinos Kavafis, podemos vincular su obra con el poema
“Ítaca”, una de las composiciones más conocidas y difundidas del poeta griego.
Aquí, el lugar al que pretende regresar el héroe Odiseo tras su extensa jornada
a través de los mares funciona como una metáfora acerca de la sabiduría que se
adquiere durante el largo viaje de la vida. Cuando hablamos de metáfora,
recordemos que ésta no sólo es una figura retórica que sirve para embellecer
una composición poética sino que más bien instaura una nueva manera de ver la
realidad, es un mecanismo creador de nuevos mundos imaginativos, a través de la
metáfora, en la poesía se recrea el mundo, se crea nuevamente de otra manera,
se crea de un modo original. En ese sentido, en oposición a lo que pensaba
Gelman, el poeta no sea tan sólo “un mendigo de la magia que siempre se da por
accidente”, sino que, tal vez, como lo pretendía Huidobro, se un pequeño dios,
o al menos, un hombre tocado por el soplo de lo divino. Sin dudas, esta idea
nos recuerda al poema de Castillo “El dios está en mí” pues en él se recurre a
la sensación de que es un dios quien le dicta sus acciones al hombre, es un
dios quien le dice que baile y quien hace que su pie se ponga en movimiento. De
la misma manera, entonces, también puede ser un dios quien le dicta al poeta
los versos que vuelca en sus escritos. Sin embargo, en un momento dado, el dios
calla y deja al hombre a ciegas, lo deja en la más absoluta soledad, y el
hombre busca vanamente su punto de equilibrio, un sitio para apoyar su pie.
Así, por lo tanto, el poeta es en algunas ocasiones un pequeño dios que se
satisface en la creación de nuevos mundos, mientras que en otras es el mendigo
que busca de una manera u otra alcanzar lo absoluto de la divinidad sin lograr
hacerlo.
De todas maneras, el hombre, el poeta, no
sólo puede ser percibido como un pequeño dios sino que también puede serlo como
un viajero a través del viaje de la vida. En este sentido, en la Introducción
de la antología Por un poco más de luz (2005),
Esteban Nicotra menciona que “uno de los mitos arquetípicos de la poesía de
Castillo es el del viaje”[4].
Para abordar esta interpretación, tal vez sea útil retornar al poema
anteriormente mencionado de Kavafis, tal vez sea útil retornar a Ítaca. Como se
decía anteriormente, en este poema, la mención del lugar al cual pretende
regresar Odiseo puede ser vista como una metáfora de la sabiduría que el hombre
adquiere a lo largo de su experiencia vital, una experiencia vital que en
cierta manera es un viaje. Al comienzo de su poema, el poeta nos recomienda
“Cuando te encuentres de camino a Ítaca, / desea que sea largo el camino, /
lleno de aventuras, lleno de conocimientos”; es decir, nos recomienda que
cuando nos encontremos en el camino de la vida, deseemos que sea una vida larga
y plena de experiencias, nos recomienda que vivamos como si estuviéramos
viajando. De la misma manera, el final del poema, el poeta también nos aconseja
“Ten
siempre en tu mente a Ítaca. /
La llegada allí es tu
destino. / Pero no apresures tu viaje en
absoluto. / Mejor que dure muchos
años, / y ya anciano recales en la
isla, / rico con cuanto ganaste en el
camino, / sin esperar que te dé riquezas
Ítaca. / Ítaca te dio el bello viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino. /Pero no tiene más que darte. / Y si pobre la encuentras, Ítaca no te engañó. / Así sabio como te hiciste, con tanta experiencia, / comprenderás ya qué significan las Ítacas”. En este sentido, el viaje es un viaje hacia la
experiencia, hacia la sabiduría, un viaje en el cual no importa tanto llegar a
destino como tan sólo haber viajado, un viaje en el cual el recorrido es la
ganancia.
En la poesía argentina, las referencias a
la aventura de Odiseo y su ansiado lugar de origen son muchas. En el “Arte
poética” de Jorge Luis Borges, por ejemplo, se pueden leer los siguientes
versos: “Cuentan que Ulises, harto de prodigios, / lloró de amor al divisar su
Ítaca / verde y humilde. El arte es esa Ítaca / de verde eternidad, no de
prodigios”. De mismo modo, “Los pies de Ulises” de Angela Gentile, un poema que
se puede leer en una página de internet que casualmente (o no tanto) se titula Tuerto rey, comienza diciendo “Fui
devorado por el mar, / pero mis pies memorizaron Ítaca, su hierba y el misterio
condenado a mí. / Por ellos regresé multiforme y primitivo de sandalias”.
Asimismo, en la obra poética de Horacio Castillo también existen veladas
referencias al largo viaje del héroe griego. Con respecto a “Un caballo canta
sobre la tierra”, por ejemplo, Pablo Anadón, en un ensayo titulado “El
horizonte de la esfera”, señala que el primer verso de este poema, aquel que
reza “No hay que atarse a un árbol”, evoca vagamente la aventura de Ulises con
las sirenas[5].
Desde este punto de vista, no es vano recordar que, en el último capítulo de su
tratado estético Descenso y ascenso del
alma por la belleza, Leopoldo Marechal también refiere este famoso
episodio. Allí se menciona como la hechicera Circe le advierte a Odiseo acerca
de las sirenas que atraen al viajero con sus cantos y despedazan al que las
escucha y desciende a ellas. Por eso le aconseja al héroe que, cuando pase
frente a ellas, se encadene de pies y manos al mástil del navío, pues de esta
manera podrá gozar sin riesgos de las voces armoniosas de las bellas pero feroces
criaturas[6].
Así, mientras Castillo en su poesía recomienda “no atarse al árbol”, Marechal
en su tratado aconseja todo lo contrario, aconseja “encadenarse de pies y manos
al mástil”. En este sentido, el canto de las sirenas equivale al abismo, por lo
tanto, puede pensarse que en tanto que la Circe de Marechal aconseja contemplar
el abismo pero no sumergirse en él pues de esta manera el viajero, sin correr
peligro alguno, podrá saber, según palabras de Homero, “todo lo que acontece en
el vasto universo” y volverá más instruido a su patria, el yo lírico de “Un
caballo canta sobre la tierra” prefiere recorrer el camino hacia las
profundidades, prefiere dirigirse hacia el interior. Sumergirse en lo profundo
implica “abrir los oídos, preparar la visión, / inhalar el vapor que sube del
abismo”. De la misma manera, oponiéndose a la idea de Borges esbozada en su
“Arte poética”, el yo lírico del poema de Castillo concluye que “Una vez a cada
hombre es dado este prodigio”, el prodigio de poder sumergirse en el abismo, de
poder dirigirse hacia lo más lejano. El hombre ansía “la verde eternidad” de
Ítaca, pero para acceder a ella quizás deba esperar un prodigio. Tal vez sea
por esto que, en “Apuntes para una gnoseología poética”, el propio Castillo
reconoce que “toda obra de arte es abisal. Vive en el abismo y se crea en el
abismo. Esa es su patria: lo desconocido”[7].
El abismo con sus profundidades, con sus misterios indescifrables, es entonces
el destino de cualquiera que se pretenda artista. Sin embargo, para arribar al
abismo es preciso dejarse caer, soltar amarras, dar un salto de fe. En ese
sentido, el arte es profundamente religioso, milagroso, prodigioso. Arribar al
abismo implica siempre tener una visión, implica, según lo que menciona Pablo
Anadón cunado explica el significado del término Vitriol, descender a las entrañas de la tierra y encontrar la
piedra fundamental de la obra[8].
Desde este punto de vista, puede decirse,
por lo tanto, que el poeta es un viajero que viaja hacia el abismo, un viajero
en búsqueda de lo absoluto, aunque tampoco deja de ser nunca uno que intenta
regresar a su lugar de origen. Esta idea se encuentra presente en algunos de
los poemas de Castillo cuando se recurre al fenómeno de una posible
transmigración de las almas. Por ejemplo, en los fragmentos 19 y 20 de
“Sphairon”, el yo lírico presiente que “por donde la muerte entró en la vida la
vida entrará en / la muerte / […] habiendo aprendido a reír, entre enjambres de
almas / por nacer” y concluye dirigiéndose a un interlocutor ficticio “y eliges
para reencarnar el ave que los hombres llaman / pelícano / y los dioses
Salvador”. La existencia entonces es la esfera en la cual el ser gira para
volver a ser otro, es la esfera a través de la cual se supera la muerte y se
ingresa en la eternidad. Por otra parte, de manera complementaria al fenómeno
de la transmigración de las almas, en la poesía de Castillo no deja de estar
presente el fenómeno de la muerte. Según Pablo Anadón, “aquí nos acercamos
nuevamente a la problemática frente a la cual la lírica de Horacio Castillo
alcanza su mayor intensidad”[9].
Así es que en varios de sus poemas se menciona la “carroña”. En “Metamorfosis”,
por caso, el yo lírico se identifica con “la hiena que estira su hocico hacia
la noche / y se acuesta jadeante junto a la celeste carroña”. Asimismo, en
“Amanecer junto al árbol de la carroña” lo hace con los blancos cuervos que,
espantando la nada, soplan la trompeta de la descomposición, inmóviles junto al
árbol de la carroña. Hienas, cuervos, criaturas que siempre rondan alrededor de
las cosas muertas. En este punto, en el de la mención de la carroña, Pablo Anadón
se permite disentir en su interpretación tanto con Cristina Piña como con
Ricardo Herrera. La primera supone que la carroña refiere “la crítica
devastadora de cualquier ilusión respecto del poder transformador de la palabra
poética”[10],
mientras que el segundo piensa que los últimos dos versos de “Metamorfosis”
representan el temor al proceso orgánico de la descomposición, un temor que “le
dicta al poeta su anhelo de metamorfosearse en animal para no ser consciente de
él”[11].
Por el contrario, Pablo Anadón señala que “justamente aquí podemos observar
hasta qué punto llega la fe en el poder transformador de la poesía”, pues no es
la descomposición lo que es lo más temido sino la nada Según el mismo Anadón,
“la nada es aquello que aterroriza, que paraliza la voz o en cambio la hace
cantar en el vacío […] para que la muerte total no tenga dominio”[12].
Sin dudas, quien se pretenda poeta debe optar por la segunda opción, debe
cantar para conjurar el poder de la muerte, debe cantar para invocar la
resurrección. Es por eso que la carroña no debe ser vista como el triunfo de la
muerte sino todo lo contrario, es la materia a partir de la cual se regenera la
vida. Por lo tanto, desde esta perspectiva, puede pensarse que la función
última de la poesía es “espantar la nada, soplar la trompeta de la resurrección
[…] llevar a cabo, imaginativamente, la más extrema transformación, la de la
muerte en vida”[13].
Así, de esta manera, el poeta es un
viajero que para superar la muerte se dirige hacia lo absoluto. Sin embargo, en
este viaje, muchas veces puede sentirse una sensación de fracaso, muchas veces
lo absoluto puede parecer inalcanzable. Esta idea también encuentra su lugar en
la obra de Castillo. En “Salto”, por ejemplo, se muestra las sensaciones de un
hombre puesto a saltar en paracaídas, puesto a dejarse caer en el abismo con
solo un pedazo de tela que lo retenga en el aire. Y en los últimos dos versos
del poema, aquellos que rezan “caemos vertiginosamente contra la superficie /
ávidos todavía de un aire que no es nuestro”, se representa la imposibilidad de
asir un aire que en cierto modo es lo que se pretende absoluto. Del mismo modo,
en “Expedición al Everest”, los escaladores que ascienden hacia la cima de la
montaña más alta del mundo sienten como ese cielo al cual intentan acercarse
sigue estando todavía demasiado lejano, sigue estando en el mismo lugar que
antes como si nunca hubieran hecho un paso hacia arriba. No obstante, el camino
hacia lo absoluto es inevitable. Y así lo expresa el poeta también en otra
composición, así lo expresa en “La aventura de Marco Polo” cuando, ante la
presencia de “esta inmensa bóveda / donde se suceden diariamente luces y
sombras, / sombras y luces que debemos renunciar / insaciable el ojo, incólume
el corazón”. Es decir, tal vez deberíamos renunciar a la luces y sombras que se
mueven bajo la bóveda en la cual habitamos, pero, sin embargo, no lo hacemos,
no lo hacemos porque ni nuestra vista ni nuestro corazón nos lo permiten, no lo
hacemos porque pretendemos atravesar el abismo, porque pretendemos arribar a lo
absoluto. En “Navegante solitario”, el poeta sigue siendo un viajero que navega
hacia el oeste y se aleja de todo, es un viajero que deja atrás toda señal de
vida, es un viajero que se dirige hacia la nada para intentar superarla. El
poeta es como ese Odiseo que tal vez, cuando lo llamaban las sirenas, no se
debería haber amarrado al mástil del barco con el fin de superar los límites de
lo sabido y lo permitido. Al amarrarse al mástil apenas si ha vislumbrado lo
incomprensible, apenas si lo ha visto entre las sombras del mundo. Quizás si no
se hubiera amarrado, lo hubiera alcanzado, hubiera visto lo que hay detrás del
abismo, hubiera arribado a la nada y la hubiera superado.
Así, entonces, puede decirse, en
principio, que la función de la poesía en un mundo que parece no necesitar de
ella, su sentido, es provocar la salida del sí mismo y, según lo que expresa
Castillo en “Estrabón, Libro XV”, “comerciar con todas las materias del sueño”.
No obstante, otro Castillo, Abelardo, el narrador, parece pensar que el salir
de sí mismo no es la única función de la literatura y, por tanto, de la poesía,
sino que también tiene otra función, otro sentido que debe ser cumplido en este
mundo aquí y ahora. En un artículo titulado “Lugar del escritor”, Abelardo
Castillo coincide con la idea de que en un mundo en las postrimerías, en un
mundo que atraviesa una crisis universal de sentido, en un mundo posmoderno que
arriba al final de la historia y a la muerte de las utopías, la literatura
parece no tener ningún sentido, parece no tener ninguna función, parece no
servir para nada. Sin embargo, esta sería la respuesta más fácil de esbozar
ante semejante problemática. Por lo tanto, Abelardo decide ahondar en el asunto
y buscar otra respuesta, una respuesta más satisfactoria para quien se
reconozca como escritor, como poeta, como artista. Y en esta segunda respuesta,
la que él dice que actualmente “parece no estar de moda”, reconoce que el
sentido de la literatura, de la poesía, del arte, es imaginarle un sentido a un
mundo sin sentido, es recuperar el centro de la existencia[14].
De esta última manera, lo expresa Horacio Castillo, el poeta, en “El poeta en
las postrimerías” al decir que “cuando la ruina se ha consumado, cuando ya no
hay centro, el Espíritu debe recuperar su propia gravedad, convertirse él mismo
en Centro […] esa instauración del Espíritu como centro del mundo gracias a la
cual tendremos nuevamente destino, puede que tengamos porvenir”[15].
Así, desde esta perspectiva, por lo tanto, la poesía como expresión artística
podría recuperar su carácter religioso, es decir, aquel carácter que religa la
imaginación con la realidad con el fin de crear un mundo mejor, con el fin de
hacer que el poeta sea un hombre que ocupa su lugar en el espacio de la
utopía.
[1]
PAZ, Octavio: “Nuestra lengua” en La
Jornada, México, 8-4 -1997.
[2]
GELMAN, Juan: “Notas al pie” en Revista Ñ,
Nro. 54, 9-10-2004.
[3]
CASTILLO, Horacio: “El poeta en las postrimerías” en Por un poco más de luz: Obra poética 1974-2005, Córdoba, Brujas:
2005, pág. 169.
[4]
NICOTRA, Esteban: “Introducción” en Por
un poco más de luz: Obra poética 1974-2005, Córdoba, Brujas: 2005, pág. 10.
[5]
ANADÓN, Pablo: “El horizonte de la esfera. Lectura de la poesía de Horacio
Castillo” en La poesía en el país de los
monólogos paralelos, Córdoba, Brujas: 2014, pág. 190.
[6]
MARECHAL, Leopoldo. Descenso y ascenso
del alma por la belleza. Buenos Aires, Citerea: 1965.
[7]
CASTILLO, Horacio: “Apuntes para un gnoseología poética” en Por un poco más de luz: Obra poética
1974-2005, Córdoba, Brujas: 2005, pág. 177.
[8]
Obra citada, pág. 189.
[9]
Obra citada, pág. 202.
[10]
PIÑA, Cristina: “Estudio preliminar” a Poesía
argentina de fin de siglo, Vinciguerra, Buenos Aires, pág.37. y “La
precisión desaforada”, en Fénix, Nro.
5, Abril de 1999, citado por ANADÓN, Pablo en obra citada, pág. 203.
[11]
HERRERA, Ricardo: “Amanecer junto al árbol de la carroña” en La hora epigonal, Grupo Editor
Latinoamericano, Buenos Aires, 1991, pág. 68, citado por ANADÓN, Pablo en obra
citada, pág. 203.
[12]
Obra citada, pág. 203.
[13]
Obra citada, pág. 204.
[14]
CASTILLO, Abelardo: “Lugar del escritor” en Ser
escritor, Buenos Aires, Seix Barral: 2007, pág. 20.
[15]
Obra citada, pág. 174.
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